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Hacerla y pagarla

Superiberia

A raíz de los avances en la democratización del país, no ha sido fácil tapar los actos de corrupción o uso arbitrario de los recursos públicos.

Antes de que la oposición arrebatara al PRI el control de la Cámara de Diputados, en 1997, los abusos cometidos con el erario solamente se conocían públicamente sólo si existía una orden superior, es decir, del Presidente de la República.

Así, pisaron la cárcel funcionarios alguna vez encumbrados, como Eugenio Méndez Docurro, secretario de Comunicaciones y Transportes en el sexenio de Luis Echeverría, o Jorge Díaz Serrano, director general de Pemex en el de José López Portillo. Casos que, más que pretender resarcir un daño patrimonial a la nación o disuadir a los corruptos, tenían que ver con ajustes de cuentas en la llamada Familia Revolucionaria.

Con el tiempo se han creado organismos públicos capaces de detectar el mal uso de los recursos del erario, como la Auditoría Superior de la Federación o el Instituto Federal de Acceso a la Información.

Todos los años se conocen observaciones al gasto que hacen alzar las cejas a quienes creemos que la austeridad y el uso eficiente de los recursos de los contribuyentes deberían ser la consigna de la administración pública y la representación popular.

Sin embargo, después de algunas semanas de escándalos suscitados por la revisión y fiscalización de la cuenta pública -cuyos resultados se entregan, por cierto, más de un año después de su presentación, en términos del artículo 79 constitucional-, el tema suele quedar en el olvido.

El mes pasado, la ASF entregó a la Cámara de Diputados el resultado de la revisión de la cuenta pública 2012, que incluyó la emisión de mil 768 promociones de responsabilidades administrativas y 86 de comprobación fiscal.

Tocó recibir ese informe al panista Ricardo Anaya, quien aún fungía como presidente de la Mesa Directiva de la Cámara baja.

En comentarios públicos hechos en esa ocasión, Anaya criticó duramente el proceso de rendición de cuentas que deriva de las auditorías de la ASF.

“El problema actual es que tenemos, sí, un órgano que audita, identifica irregularidades y acusa”, dijo Anaya. “El problema es que son los propios acusados los que resuelven y los que en su caso sancionan, a través de sus propios órganos internos de control”.

Y agregó: “Mientras no haya un órgano tercero, independiente de las partes, que resuelva, estaremos en condiciones absolutamente desfavorables en materia de rendición de cuentas”.

No desdeño el trabajo de la ASF. Son importantes las cantidades de dinero recuperadas gracias a las auditorías que realiza.

Sin embargo, la rendición de cuentas se ha quedado en el conocimiento de las irregularidades y ha sido muy difícil avanzar hacia las sanciones.

¿Cuál fue el último miembro del gabinete en pisar la cárcel? Lo fue, en 2000, Óscar Espinosa Villarreal, el último regente capitalino, quien, ya siendo secretario de Turismo, fue acusado de peculado presuntamente cometido durante su gestión en el Departamento del DF. Espinosa buscó refugio en Canadá y posteriormente en Nicaragua, donde terminó encarcelado por 65 días en el penal de El Chipote, enclavado en una loma de Managua, detención que fue cambiada por arresto domiciliario.

Es decir, en casi tres lustros -y a pesar de la alternancia- las consignaciones por corrupción en este país se han concentrado en el tercer nivel para abajo en la administración pública federal. Y sólo un puñado de gobernadores ha ido a prisión acusados de peculado, entre ellos Pablo Salazar, Narciso Agúndez y Andrés Granier.

Sobra decir que detrás de las acusaciones de corrupción mencionadas, incluso las recientes, siempre ha estado la sombra de la revancha política o personal. Por ejemplo, Méndez Docurro fue encarcelado durante el sexenio de López Portillo más por un problema de faldas que por un desfalco a la empresa estatal Intelsat.

Por eso, la lucha contra la corrupción en México ha sido técnicamente una farsa, como dice mi compañero de páginas José Elías Romero Apis.

Hemos avanzado mucho, sin duda, en el descubrimiento de los casos de malos manejos de los recursos públicos. Varios de los que se han conocido en años recientes habrían sido tapados por la red de las complicidades en los años del autoritarismo.

Sin embargo, la corrupción no desaparecerá mientras los corruptos no queden convencidos de que sus acciones recibirán un castigo proporcional al daño cometido.

Ojalá que la convicción de atacar a fondo este mal esté presente en la investigación de casos como el de la empresa Oceanografía y de la Línea 12 de Metro de la Ciudad de México.

Pensar que los daños provocados al patrimonio de la nación, en esos y otros casos, ocurrieron sin que tuvieran conocimiento de los hechos muchos funcionarios públicos de pasadas administraciones es simplemente chuparse el dedo.

Y no se trata de confundir, otra vez, la política con la justicia. Tanto para castigar como para exonerar a quienes hayan tenido que ver con las irregularidades en Oceanografía y la Línea 12, lo que debe privar es la ley.

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