Por Catón/ columnista
“¡Adúltero!”. Tal sonoroso epíteto le enrostró Doña Macalota a su esposo don Chinguetas cuando lo sorprendió en trance de cohabitación con una espléndida morena. “Soy adúltero, sí –reconoció él”. (¿Qué otra cosa podía hacer, pillado así, “in fajanti”?) –. Pero vamos a ver: tú comes galletas en la cama y la llenas de migajas; te duermes y dejas prendida la televisión; sostienes conversaciones eternas en el teléfono con tus amigas y comadres; casi siempre quemas la comida
Y a mí ¿qué otro defecto me conoces?”
Doña Gelata acudió ante el juez de lo familiar y le manifestó que quería divorciarse de su marido. “¿Por qué?” –inquirió el juzgador–. Declaró ella: “Me hace el amor tres veces en el año”. Dijo el juez, comprensivo: “Me explico por qué desea usted divorciarse de él”. “Sí –confirmó Gelata–. No quiero estar casada con un insaciable maniático sexual”
Una noche se reunieron los siete pecados capitales. El primero que acudió a la junta fue la envidia, el más triste y patético de todos. Consistente en sentir tristeza por el bien ajeno, la envidia es el único pecado del cual el pecador no deriva goce alguno. Llegó luego la avaricia, que es culpa de los necios que viven pobres para morir ricos. Vinieron en seguida la pereza y la ira, y tras ellas los pecados de la carne: la gula y la lujuria. Este último pecado es el más deturpado por los predicadores, que no toman en cuenta que es tan débil que el simple paso del tiempo se encarga hacerlo desaparecer, en tanto que los pecados del espíritu no abandonan nunca al pecador y terminan sólo con la muerte. Reunidos ya, pues, se hallaban la envidia, la avaricia, la pereza la ira la gula y la lujuria cuando se abrió la puerta y la soberbia entró. Todos los pecados se pusieron en pie y le dijeron: “Buenas noches, mamá”. La soberbia, en efecto, es la madre de todos los pecados, la fuente de donde manan los demás. En ese contexto habrá que preguntarnos si las acciones de AMLO, muchas de las cuales se antojan inexplicables, no tienen su origen en la soberbia. Sostener contra viento y marea los proyectos que ha emprendido en manera inconsulta y arbitraria –Dos Bocas, el Tren Maya, Santa Lucía–; la prepotencia con que ha cancelado obras ya emprendidas, y el modo en que amenaza atacar otras; sus cotidianas diatribas contra todos aquellos que lo cuestionan o critican; su imprudente conducta ante el coronavirus; ciertas acciones suyas como ésa del saludo en Badiraguato, de supina inconsciencia, todo eso es indicativo de una actitud de arrogante altanería. En la soberbia se hallaría quizá el origen de las acciones de AMLO. Y esa explicación sería la más benévola
El doctor Dyingstone, misionero de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que es neoliberal), fue a llevarles a los salvajes de las islas Piutas, antípodas de las Vírgenes, la buena nueva de la existencia del demonio, el infierno y otras esperanzadoras noticias semejantes. Les enseñó que sólo debían hacer el amor en la posición que –sin merecerlo él, aclaró humilde– llevaba por nombre el de su profesión. A los aborígenes tal limitante les pareció aburrida, pues practicaban más de cinco docenas de posturas, a cual más imaginativa, de modo que decidieron comerse al misionero y seguir con sus usos y costumbres. De vez en cuando, sin embargo, alguna pareja utiliza aquella posición en homenaje al desaparecido. Celebro que la memoria del doctor Dyingstone no se haya perdido del todo El oficial de Tránsito le pidió a Babalucas: “Los papeles del coche”. Respondió el tontiloco: “Me lo dieron sin envolver”
FIN.