in

La política del ridículo

Superiberia

Los recientes ridículos de algunos políticos mexicanos invitan a la náusea, pero obligan a la reflexión. Bailongos, mariachizas, borracheras y otros desmanes son avisos de una decadencia tan rápida como lo ha sido la caída libre en una sola década. Bien dice Pascal Beltrán del Río que sólo les falta el caballo de Calígula. Pero el director y yo queremos aclarar que Incitatus fue un “senador” discreto. Siempre vivió en su caballeriza imperial y nunca mal usó las terrazas del Capitolio. El escandaloso era su dueño, el César, no el moderado senador-ecuestre.

Yo no soy, desde luego, un moralista de la política ni de la vida. Creo mucho en el equilibrio dosificado entre la concentración y la distracción. Pero también creo mucho en la política como una profesión de la seriedad y del respeto.

Cierta vez, Richard Nixon sonrió ante una dama despistada que le dijo que era muy divertido ser Presidente. En realidad él no pensaba en fiestas. Pensaba en el abandono del patrón-oro, en el embargo petrolero, en la apertura con China, en Vietnam, en Rusia, en Cuba, en Israel y en Watergate. Nada de eso era divertido sino muy serio y muy grave.  

En México la política debe ser muy seria porque nuestros problemas son muy graves. Se asesinan a 60 mil mexicanos cada sexenio. Nuestro escaso desarrollo amaga el empleo de los menos favorecidos. Desde hace varios años, la pobreza tiene cifras de vergüenza. La protesta callejera nos da avisos de ingobernabilidad. La delincuencia organizada y sus adversarios informales nos indican nuestra inestabilidad. Nada de eso permite que algunos políticos festinen su felicidad. Desde luego y por fortuna ni son todos ni son los más. Pero inquieta que las catástrofes mexicanas se atiendan bailoteando, canturreando o chupando.

Con la política del ridículo recordamos que Lord Byron decía que un Estado se construye en mil años, pero puede ser suficiente uno solo para disolverlo. Y hoy algunos están haciendo que la imagen de la política pase de lo público a lo conspicuo. De allí a lo espectacular. De allí a lo estridente. De allí a lo escandaloso. Y de allí a lo ridículo.

Nos hace recordar el caso del ministro de guerra británico, John Profumo, cuando en los años sesenta sostuvo un ridículo romance con la prostituta Christine Keeler a quien, en el lecho, le confiaba los secretos militares del Reino Unido, mismos que la Keeler transmitía a su amante caribeño y éste los vendía a la Unión Soviética.

Nos evoca el escándalo de William Clinton y Mónica Lewinsky. La ridícula “relación impropia”, el habano sexual y la fotografía de apoyo en el jardín sur de la Casa Blanca, con Clinton, Gephart, los congresistas demócratas y, desde luego, la esposa Hillary.

Nos recuerda, más recientemente, a Silvio Berlusconi y sus novias-niñas. A Francois Hollande y su “casa caída”. En nuestra región, las figuras ridículas de Evita-Isabelita-Cristinita. Y más cerca, todo aquello que con cruel burla se ha llamado “la política bananera”, aludiendo a los estilos políticos que han predominado desde en Cuba hasta en Venezuela.

Por eso nos preocupa la política del ridículo. Por su contraste con una problemática nacional que se clasifica entre el nivel de drama y el rango de tragedia. No cabe la menor duda de que ello nos obliga al trabajo, a la ubicación, a la eficiencia, a la verdad y a la seriedad, desterrando la pereza, la inconsciencia, la ineficiencia, el cinismo y la farsa. 

Es cierto que México siempre ha tenido episodios ridículos, pero siempre ha sido mayor la seriedad. Ciertamente fueron ridículos Santa Anna, Maximiliano, Huerta, los minipresidentes del Maximato y algunas locuacidades en los recientes 70 años. Pero la propia consideración de su origen republicano, liberal y revolucionario, aunque sólo fuera “de dientes para afuera”, obligaba a los políticos mexicanos a conducirse como si fueran serios, discretos y moderados. Aunque no lo fueran se sentían obligados a parecerlo y eso hace una gran diferencia respecto a los episodios actuales.

Los puestos gubernamentales solamente son prestados, dice Marlis Alpher. Lo dice no porque tan sólo sean pasajeros sino porque, por encima de ello, son ajenos. No se pertenecen, no se disponen, no se permanecen. En las democracias, sólo los ciudadanos somos permanentes porque sólo la ciudadanía es propia e inalienable.

En el México actual, muchos muertos, muchos hambrientos, muchos inconformes, muchos peligros y muchos enemigos son una mezcla muy amarga y más si se complica con muchos ridículos, con muchos cínicos y con muchos payasos.

En esas condiciones tan difíciles, las clases políticas de las naciones deben buscar sus soluciones en los únicos lugares donde las encontrarán. En la seriedad, en la sobriedad y, muchas veces, también en la soledad. Jamás las podrán encontrar en la piquera, en el burdel, en el garito, en la parranda, en la francachela, en el jolgorio, en la juerga, en la crápula o en la malandria.

*Abogado y político. Presidente de la Academia Nacional, A. C.

 w989298@prodigy.net.mx

Twitter: @jeromeroapis

CANAL OFICIAL

México y su glamour financiero

Se entrega Ebrard a Dante