Por Catón / columnista
Un hombre llegó a la consulta de un médico de Roma. “Doctor –le dijo: siento muy reducidas mis facultades de varón”. Preguntó el facultativo: “¿Cuántas veces al año tiene usted trato con mujer?”. Respondió el visitante: “Unas diez veces”. “¿Diez veces en el año? –se sorprendió el doctor. No es mucho”. Declaró el paciente: “En mi caso es bastante. Tengo 70 años, tiendo a ser tímido y soy cardenal”… Astatrasio Garrajarra se llamaba y era el borracho del pueblo. Su pobre mujer sufría lo indecible por el vicio de su esposo: habría preferido quedarse a vestir santos en vez de tener que desvestir todas las noches al beodo.
La señora habló con el buen padre Arsilio y le pidió que amonestara al temulento. Abrigaba la esperanza de que el réspice sacerdotal hiciera que Astatrasio ya no empinara el codo. El cura decidió darle al ebrio una lección ejemplar. Lo citó una noche en la sacristía del templo y lo recibió con todas las luces apagadas, excepción hecha de una vela encendida que traía en la mano y que iluminaba apenas el recinto con trémulo fulgor. Lo llevó ante la imagen de un Cristo crucificado, puso ante él la vela y le dijo a Astatrasio: “Mira: por tu culpa Nuestro Señor está en la cruz”. Llevó la vacilante llama a la cabeza de la imagen y la dijo al borracho: “Mira: por tu culpa le pusieron esa corona de espinas”.
Luego puso la vela ante el pecho del Cristo: “Mira: por tu culpa le traspasaron su divinísimo costado”. Iba a llevar la vela hacia los pies de la imagen cuando le dijo Garrajarra: “No le acerque tanto la vela, padrecito. Le va a quemar algo y luego va a decir que también fue por mi culpa”… Ayer lo vimos desde el portal de la cabaña montañesa: un espléndido ejemplar de oso negro. Pasó frente a nosotros como si no existiéramos, como si él fuera el único habitante de este bosque en las faldas de la alta sierra que llaman de Las Ánimas. El oso negro se había extinguido casi en Coahuila. Era uno de los más preciados trofeos de los cazadores; los campesinos lo acosaban porque –decían– les mataba a sus vacas y caballos. Una drástica veda puso fin a la cacería y al acoso, y la especie se recuperó maravillosamente, hasta el punto en que ahora hay letreros en las carreteras advirtiendo de la presencia de osos a fin de que los conductores tomen precauciones para no arrollarlos.
La naturaleza es prodigiosa. Ella sola se cura las heridas que le infligimos los humanos. Lo único que debemos hacer es dejarla en paz. Así viviríamos en un mundo mejor. Un mundo como el que atisbamos mi señora y yo cuando vimos pasar frente a nosotros, desde el portal de la cabaña montañesa, a ese orgulloso monarca de los bosques… Ya conocemos a Capronio: es un sujeto ruin y desconsiderado. Cierto día llegó al trabajo con las ropas en desorden, lleno de tierra y desgreñado. Uno de sus compañeros le preguntó: “¿Por qué vienes así?”. Respondió Capronio, sombrío: “Acabo de enterrar a mi suegra”. El que había preguntado era actor aficionado, de modo que dijo: “Ahora lo comprendo todo”. “Sí –confirmó Capronio. Ella no se dejaba enterrar”…
El nieto le comentó a su abuelo, señor de 80 años: “Te noto fatigado”. Explicó el veterano: “Ayer por la mañana le hice el amor en mi casa a una mujer que vive en el extremo sur de la ciudad. Al mediodía recibí a otra que vive en el extremo norte y también le hice el amor. En la tarde me visitó una más que vive en el extremo oriente, y también le hice el amor. Y por la noche vino otra que vive en el extremo poniente, y también le hice el amor”. “¡Abuelo! –exclamó el nieto asombrado. ¿Cómo puedes hacer eso?”. Explicó el señor: “Las cuatro tienen coche”… FIN.