Desde que yo era muy joven y quizás aún siendo un niño, escuché a mi padre tratando de explicarme lo que podría llamarse un teorema de la relatividad valorativa de los actos políticos. Más tarde, eso me lo completaron mis maestros, entre ellos Jesús Reyes Heroles. En la biblioteca lo leí de muchos y tan sólo menciono a Seymour Lipset. Ya siendo adulto lo traté de expresar en un librito mío que intitulé Tríptico de Política, editado por la Academia Nacional, en 2007.
Esto podría enunciarlo a partir de la idea de que los actos políticos no tienen una valoración absoluta y solamente pueden ser interpretados en relación con sus respectivos protagonistas y con sus específicas modalidades. Ello nada tiene que ver con la calidad ni con la técnica del acto analizado. No se trata de resolver si fue bueno, malo, interesante, inteligente o pésimo. De lo que se trata es de resolver sus intenciones, si es que las tiene. Sus alcances, si es que los posee. Sus efectos, si es que los produce.
El presidente Enrique Peña Nieto nos brinda un ejemplo de esto en algo que hizo en nuestros días recientes. La designación de Alfredo Castillo para su comisión en Michoacán, vista por separado del contexto presidencial global, resulta desconcertante y así lo dije hace dos viernes en estas mismas páginas. Designar a un hombre-del-presidente nos anuncia que Michoacán dejó de ser un asunto de Vallejo o de Osorio Chong para convertirse en un asunto de Peña Nieto. La lectura aislada nos alerta audacia con matices de equivocación.
Pero una semana después, ya con nuevos datos, en el programa televisivo semanal donde José Buendía me hizo invitado permanente, le dije a él y a Marcelino Perelló que la lectura ya contextualizada nos presenta una decisión presidencial precisa, atinada y muy inteligente. Contiene una puntería y una puntualidad como no la había visto en mi país desde los tiempos de Carlos Salinas de Gortari.
Porque, pensando en el Foro de Davos, nos quedó en claro que Peña Nieto acudiría para promover al México próspero y estable que necesitamos que sea visto. Lo acompañaban la Reforma Energética y la Financiera pero le estorbaba Michoacán. Le preguntarían, lo cuestionarían, lo molestarían y lo acorralarían. Sólo tenía un recurso. Lo adivinó, lo instaló y lo utilizó. Dejar en claro que el propio Presidente estaba a cargo directo de la crisis. El nombramiento de su cercano era inequívoco. Se acabaron los tiempos mexicanos del ¿Yo, por qué?
No podría decirse a los extranjeros lo que estaban haciendo Osorio y Vallejo. Aquellos no saben quiénes son ni les importan ni Osorio ni Vallejo. Incluso, tampoco importa Castillo. El comisionado de Michoacán no se llama Alfredo Castillo. Se llama Enrique Peña. Eso tranquiliza a mexicanos y extranjeros. Acaso, lo que le garantiza un hombre-de-confianza es tan sólo que no lo estorbe, no lo confunda, no lo abandone, no lo engañe y no lo traicione. Eso es todo y no es poco.
La buena política se parece al buen dominó. Cuando todos los jugadores saben jugar, el cotejo se vuelve interesante, grato, ameno y hasta delicioso. Cada quien sabe lo que tiene que hacer con su juego, con el de su compañero y con el de sus adversarios. Por el contrario, cuando alguno no sabe jugar, aquello se vuelve un desastre. Se instalan las confusiones, los absurdos y hasta los enojos. Puede ganar el absurdo o perder la lógica.
Así es la política. Cuando uno trata con políticos de alta calidad, no de alta jerarquía, que no es lo mismo, el juego es una delicia. Son claros, son francos, son honestos, son positivos y son predictibles. Se puede construir mucho y no se pierde tiempo ni esfuerzo en lo innecesario ni en lo imposible. En cambio, qué ingrato es tener que convivir con remedos o malas imitaciones de políticos. Confunden y desorientan a los propios y a los extraños. No se sabe si son convenencieros, traidores o imbéciles.
Por eso digo que Peña Nieto fue inteligente pero, también, fue puntual. Lo hizo al tiempo preciso antes de Davos. Ni muy temprano que se olvidara ni muy tarde que se ignorara. Esta precisión casi quirúrgica de los tiempos, me recuerda a aquel corredor de automóviles que se refería a su arte y a su destreza, ejemplificando una curva que debía tomarse a 140 kilómetros por hora. Ni más ni menos. Si se toma a 139, se pierde la carrera. Si se toma a 141, se pierde la vida.
Ese es el verdadero sentido que el tiempo imprime a cada acto político y, también, la real posibilidad de comprenderlo en su exacta dimensión con el menor riesgo de equívocos. Algunos se gestan de manera prematura y otros nacen rezagados. Por último, este acierto tiene matices de la brillantez de Carlos Salinas, de Arturo Montiel o de Luis Miranda. Pero conjunta la también brillantez de Peña Nieto con su estilo propio. Yo le atribuiría la autoría y el mérito exclusivo. Saber jugar y jugar a tiempo es lo único que tiene que saber el buen político. Nada más pero, desde luego, nada menos.
*Abogado y político.
Presidente de la Academia Nacional, A. C.
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