Todos, en política, como en la vida, tenemos mayor capacidad para hacer el daño que para hacer el bien.
Niceto Alcalá-Zamora, primer presidente de la II República española.
Me gusta leer varios libros a la vez, brinco de la historia a la novela, de la política a la poesía. En fechas recientes terminé de leer las memorias políticas de Manuel Azaña y la autobiografía de Nelson Mandela, El largo camino hacia la libertad. El primero es un texto de micropolítica -cómo desde el poder se toman decisiones y se diseñan políticas públicas-, el segundo es de macropolítica, cómo un hombre asume la destrucción de un sistema contrario a los derechos humanos para transitar al respeto de la dignidad humana.
Azaña describe el derrumbe de la II República española, los factores de toda descomposición política y social: parlamento enconado, partidos políticos sobreideologizados e intransigentes, confrontación con la Iglesia, movimientos sindicales, provincias demandando mayor autonomía, una reforma agraria un tanto imprecisa dañina de intereses creados, incertidumbre económica… todo ello en el marco de la elaboración de una nueva constitución política. Tanto en el parlamento como en los partidos y en el gobierno hubo personajes de gran relevancia política y cultural, que han trascendido por sus grandes aportaciones, pero sumamente vanidosos y soberbios. Alarma cómo en los altos niveles de la política se toman decisiones insensatas, muchas veces motivadas por pasiones e intereses y no por la razón y la ética. Los acontecimientos de la madre patria siempre han sido aleccionadores para México.
En el caso de Mandela es admirable la perseverancia, pero sobre todo la calidad humana de un líder injustamente procesado. Nunca pierde su generosidad y su amabilidad, su sencillez y su humildad para finalmente alcanzar su objetivo. En su lucha siempre sostuvo la posibilidad del cambio pacífico y civilizado, lo cual sin duda percibieron sus adversarios para lograr los grandes acuerdos sintetizados en un simple principio: cada persona un voto. Sin subestimar su gran hazaña, se puede concluir que es más fácil subvertir un orden establecido y transitar a uno nuevo que reformar instituciones viciadas, dirigidas por políticos refractarios al cambio. Maquiavelo lo decía: es más fácil hacer una revolución que una reforma.
Lo anterior remite a los momentos que México vive, el reto del Poder Legislativo para que el próximo periodo de sesiones pueda generar las leyes que permitan aterrizar las 12 reformas constitucionales aprobadas. Coincide con la celebración de los 80 años de Gabriel Zaid. Aunque no tengo el honor de conocerlo he leído exhaustivamente su obra. Percibo en ella dos virtudes fundamentales: su versatilidad para abordar temas contrastantes -el progreso improductivo o el estudio de poetas católicos- y su extraordinario sentido común, expuesto en forma clara y contundente. La tarea se simplifica si hay claridad en lo que queremos. Si no mal recuerdo, en su famoso ensayo Adiós al PRI de 1985, Zaid hacía una recomendación atrevida pero de gran sustento lógico: que la legislación vigente se limite a lo que gobernantes y gobernados podamos recordar. Con esta propuesta, de un sólo plumazo, le quitaríamos al derecho mexicano la inmensa maleza de leyes que, más que facilitar la vida nos la hace más compleja. Concluyo con algunas reflexiones de su último artículo, aparentemente inconexas, pero que nos pueden orientar en los momentos cruciales que México vive: “El mayor problema político de México es actualmente el desafío impune a la ley. No accidental o visceral, sino planeado por vía armada o ‘pacífica’, el desacato, la ocupación de espacios públicos, el vandalismo, la extorsión, el secuestro, la trata de personas, el tráfico de drogas. El mayor problema social es el desánimo y la falta de confianza en las autoridades”.