Un lector de esta Bitácora dejó un comentario en el buzón de la página de internet…
“A los columnistas, siempre críticos -me escribió-, si se utiliza la fuerza, no les gusta; si se utiliza el diálogo, tampoco; si se inventa algo, menos”.
Debo aclarar que no es que no me guste el despliegue de la fuerza con la que el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto respondió al llamado de auxilio que lanzó el gobernador michoacano, Fausto Vallejo, a la Federación para contener la violencia derivada de la expansión de las autodefensas en la Tierra Caliente.
En diversas oportunidades he subrayado la gravedad de la situación que enfrenta Michoacán. Y estoy convencido de que hechos tan peligrosos como los que han venido ocurriendo en esa entidad ameritan una respuesta extraordinaria.
Pero soy alguien que cree en el Estado de derecho. Y no sólo pienso que cualquier plan para contener la violencia en Michoacán debe estar fundado en el orden constitucional sino que la falta de observancia de la ley es una de las razones -no la única, claro- por la que los michoacanos enfrentan la tragedia que todos hemos conocido.
El lunes pasado argumenté en esta Bitácora (http://goo.gl/X9LuP2) que hacía falta un verdadero pacto político para enfrentar la ingobernabilidad en Michoacán.
También dije que dicho pacto requería la suspensión del ejercicio de derechos y garantías constitucionales en los municipios michoacanos en conflicto, en términos del artículo 29 constitucional.
Claramente había forma de enfrentar la situación excepcional que vive Michoacán con las medidas extraordinarias que contempla la Carta Magna.
Sin pretender ser experto en la materia, para mí hay dos problemas constitucionales en la respuesta del gobierno federal a los hechos en Michoacán, cuya parte central es la Comisión para la Seguridad y el Desarrollo Integral en el Estado de Michoacán.
La primera viene del sexenio pasado, cuando se decidió que, ante la incompetencia de las policías locales y la inexistencia de una Policía Federal suficientemente numerosa, las Fuerzas Armadas debían asumir muchas de las funciones de la seguridad pública.
El propio presidente Felipe Calderón justificó la decisión cuando dijo, en 2011, que si hubiera tenido que confrontar con piedras a la delincuencia organizada, así lo hubiera hecho.
Pero lo único que ha respaldado legalmente la participación de los militares en las tareas de seguridad pública ha sido una tesis de la Suprema Corte a la que se alude en el decreto que crea la Comisión para la Seguridad de Michoacán.
Pese a que el propio Ejército ha solicitado reiteradamente que se modernice el marco jurídico que norma su actividad, esto no se ha hecho. Permitir que las Fuerzas Armadas hagan un trabajo para el que no fueron creadas, sin el respaldo legal adecuado, ha sido una gran irresponsabilidad de la clase política.
El segundo problema constitucional, me parece, es la decisión de justificar la creación de la Comisión mediante el señalamiento de facultades muy generales consagradas en la Carta Magna. Marcadamente, las del artículo 21, que establece que “la seguridad pública es una función a cargo de la Federación, el Distrito Federal, los Estados y los Municipios”, a la vez que define sus características.
Me extraña que no se haya aludido en el decreto a un muy viejo precepto constitucional, que data de la promulgación de la Carta Magna de 1857 y cuya redacción no ha cambiado un ápice desde entonces.
Me refiero al primer párrafo del artículo 119, que a la letra dice: “Los Poderes de la Unión, tienen el deber de proteger a los Estados contra toda invasión o violencia exterior. En cada caso de sublevación o trastorno interior, les prestarán igual protección, siempre que sean excitados por la Legislatura del Estado o por su Ejecutivo, si aquélla no estuviere reunida”.
Es decir, estamos ante la creación de una Comisión con poderes extraordinarios pero una endeble fundamentación legal.
He comentado anteriormente en este espacio que me parecía que el gobierno federal ha estado dando pasos para acotar el poder de los gobernadores. Ésta es una manifestación más de esa tendencia.
Es verdad que, desde que fue creado por la Constitución de 1824, nuestro federalismo ha sido más de papel que real. Y también es cierto que en los dos sexenios anteriores el poder de los gobernadores se fortaleció al punto de hacerlos ver como señores feudales que gastan dinero sin tener que recaudarlo.
Pero para eso está el Constituyente Permanente: para adecuar el marco legal a la realidad y las necesidades del país.
Y para eso están las leyes: para que nuestra vida pública no sea regida por la discrecionalidad o la invención.