El golpe de timón de Peña Nieto en Michoacán es una apuesta arriesgada porque lo compromete directamente con el resultado de la intervención de la Federación. El nombramiento de un delegado especial que coordine las acciones de seguridad, justicia y desarrollo para recuperar el territorio y la paz —como cuasi gobernador alterno o virrey del centro— es una manifestación de la gravedad de la crisis de violencia. Pero la designación de un personaje tan cercano al mandatario lo vincula, sin filtro de nadie, con la responsabilidad de impedir la balcanización de esa entidad y evitar que se convierta en la primera de la lista de los estados fallidos en el país.
Para muchos es una iniciativa arriesgada, especialmente porque apenas cruza la frontera de su primer año y a su gobierno le queda la mayor parte del tiempo para cargar desde ahora con un fracaso en un problema tan sensible. Alfredo Castillo, el ex procurador federal del Consumidor, encarna la voluntad presidencial de retomar el control del territorio en un estado rebasado por la violencia y en el que legalidad ha desaparecido en Tierra Caliente. La apuesta política de responsabilizarse personalmente de una crisis tan grave, como describiera José Elías Romero Apis, puede ser de tener éxito, como comprar boleto en un trasatlántico, pero de lo contrario, podría tratarse de una travesía en el Titanic. No hay que olvidar que la “guerra contra las drogas” de Calderón empezó en Michoacán y, al cabo del sexenio, fue uno de los más importantes bastiones que recuperó el PRI antes de regresar al poder en 2013.
Y desde luego que son muchos los “icebergs” que la iniciativa presidencial puede encontrar en Michoacán los próximos meses, que además serán la antesala de las elecciones federales intermedias de 2015. El primer escollo será despejar las incógnitas sobre el derrumbe de las instituciones de seguridad, administración de justicia y, en general, la política interior en la entidad, para luego trazar una ruta hacia la reconfiguración de la autoridad estatal, y todo esto en medio de un conflicto armado. La Comisión para la Seguridad y el Desarrollo en Michoacán es la primera de este tipo desde la Cocopa, para la pacificación en Chiapas, tras el levantamiento armado zapatista contra el Estado mexicano de 1994.
En ese primer paso, sería un error querer reducir a las autodefensas por la vía militar, sin tomar en cuenta que el respaldo de la población las sitúa como actores políticos para la solución del conflicto. El “laberinto michoacano” es aún más intrincado si se consideran las apreciaciones de que hay base social también para Los Caballeros Templarios y otros cárteles. La petición de intervención del gobernador Fausto Vallejo a la Federación supuso, de facto, un económico relevo de poderes sin tener que convocar nuevas elecciones o nombrar gobernador sustituto. Su gobierno había perdido, ni más ni menos, que el monopolio de la fuerza a manos de ciudadanos que dos años antes lo eligieron. Por eso, el mayor reto de la nueva comisión es contar con una definición sobre la naturaleza de las autodefensas y una estrategia clara para incorporarlas en la reconstrucción de las instituciones. La exigencia del desarme, sin esas definiciones, parece más que limitada, sobre todo porque se trata de grupos que han ganado territorios y parece difícil que cedan su control sin garantías.
Hasta ahora todos los planes han sido una reacción a la coyuntura, sin una estrategia clara más allá de la presencia del Ejército y la Policía Federal. En mayo pasado, cuando aparecieron las autodefensas, se presentó “Todos Unidos con Michoacán” y cuál habrá sido el resultado que ahora Gobernación parece al margen de la nueva iniciativa. En efecto, la política interior de esta administración ha sido reactiva y la coordinación insuficiente para devolver la paz.
Tampoco hay suficientes indicios para afirmar que el trabajo del nuevo comisionado para Michoacán vaya más lejos que apagar fuegos. Y existe el riesgo de que la voluntad presidencial acabe como agua de borrajas en un mero esfuerzo de voluntarismo. El gobierno de Peña Nieto comienza pronto a recurrir a las figuras extraordinarias y la fuerza de la Presidencia, con el riesgo de sufrir un desgaste temprano. Sobre todo se equivocaría si pensara que el poder simbólico de la Presidencia, del que gozó el Ejecutivo en su “dorado” autoritarismo, da hoy para evitar el peligro de que las autodefensas se extiendan a otros territorios que también están lejos de la legalidad y las instituciones.