Por: Catón / columnista
La historia que contaré este día carece de final. ¿Acaso alguna historia lo tiene? Todas las historias continúan, siquiera sea en el recuerdo. Algunas que creíamos acabadas no lo están. Todo el mundo suponía que la Segunda Guerra había terminado ya, y 20 años después de la rendición de Japón encontraron en la selva filipina a un japonés que seguía en pie de guerra.
Y en mano también, pues traía -único resto de su armamento- una oxidada bayoneta que gustosamente habría clavado en la barriga del primer gringo que se le hubiera atravesado. Casi ninguna historia acaba, es cierto.
Por eso da miedo comenzar alguna. Revisemos las historias de nuestras vidas y observaremos que muchas no han acabado todavía. Continúan, generalmente en la forma de un remordimiento. Y lo mismo sucede con el mundo. Sus historias jamás tienen final. No nos damos cuenta, pero vivimos aún las consecuencias de la fundación de Roma y los efectos de la Revolución Francesa. Esto es el cuento de nunca acabar.
Por eso a la gente le gustan tanto los deportes, porque en ellos los juegos terminan definitivamente. Chivas, 2; América 1… Vaqueros de Dallas, 27; Delfines de Miami, 6… Saraperos de Saltillo, 114; Arrieros: 2
Y sanseacabó. Vámonos a la casa (o al bar). Punto. Con los deportes sabe uno a qué atenerse. Con la vida no. Ni con la muerte. Nunca se acaban sus historias. Disculparán mis cuatro lectores, por lo tanto, que esta historia carezca de final. Tú, lector; tú, lectora, tendrás que ponérselo. El que le pongas, por mí estará muy bien. La historia trata de un sujeto que tenía estas tres características: era borracho, era holgazán y era amigo de riñas y pendencias. Cualquiera de esas tres notas habría bastado para hacer de él un indeseable; juntas las tres lo volvían a pain in the ass, como se dice en Norteamérica: un dolor allá donde les platiqué.
Los ebrios, ya se sabe, son difíciles de soportar. Para aguantar a un borracho tienes que estar borracho tú también. Así las responsabilidades se dividen. En cuanto a lo haragán, el individuo de mi historia lo era superlativamente: en toda su vida el grandísimo huevón no completaba un turno de 8 horas de trabajo. Las pendencias las buscaba, y si no las podía hallar las inventaba. Tenía insufrible genio, nadie podía estar con él ni media hora. Imaginen ustedes a su esposa, que tuvo que aguantarlo media vida. Cuando el hombre murió la señora se puso encima un vestido negro y abajo un fondo amarillo con pintitas rojas, azules, verdes, anaranjadas y color de rosa. Una viuda a quien conocí decía que la libertad empieza cuando los hijos se van y el marido se muere.
Le doy toda la razón. La verdadera liberación femenina es la viudez. Estaban velando en la funeraria al hombre aquel que digo. A uno de sus hijos se le ocurrió asomarse a través del vidrio que en el ataúd dejaba ver el rostro de su padre. Lo que vio -¿qué vería?- lo dejó frío de espanto. Se volvió aterrado a su madre y le dijo con voz trémula: “¡Mamá! ¡Papá está vivo!”. Los demás hijos se precipitaron hacia el féretro. Uno de ellos se dispuso apresuradamente a levantar la tapa. “¡Un momento! -gritó desde su silla la señora alzando la mano con la palma al frente en ademán imperativo-. Si está vivo, el que lo saque de ahí tendrá que hacerse cargo de él. Yo ya cumplí. Conmigo ya no cuenten”. Aquí acaba la historia. Más bien: aquí no acaba la historia. ¿Estaba muerto el hombre? ¿Vivía aún? ¿Lo sacaron del ataúd? ¿O, temerosos de la responsabilidad, lo dejaron en él sin considerar sus signos vitales o la falta de ellos? Tú, lector o lectora, ponle a la historia su final. El que le pongas, por mí estará muy bien
FIN.