Las familias que viven de la recolección del chicle en la selva del ahora estado de Quintana Roo continúan en el olvido institucional y sometidas a las leyes del mercado internacional, basadas en la explotación y en la pobreza, como a principios del siglo XX, cuando la actividad chiclera se extendió de Campeche a estas tierras.
Mientras la resina extraída de los elevados árboles de chicozapote se comercializa como chicle orgánico en los mercados europeos y asiáticos, la llamada sustentabilidad de este producto sigue alejada de los indígenas mayas que lo recolectan, quienes carecen de seguridad social, incluso de la posibilidad de poder vender el chicle libremente en el mercado, antes eran víctimas de intermediarios, ahora “el consorcio chiclero” monopoliza la compra.