El funeral de Nelson Mandela convocó y concentró a un centenar de jefes de Estado y de gobierno. Buen dato para los amantes de los récords. Pero, en el fondo, nos preguntamos ¿quién fue este hombre capaz de reunir a tantos mandatarios, sobre todo cuando ya no ocupaba ningún cargo de gobierno?
Las respuestas más inmediatas que me di a mi mismo fueron dos. La primera es que Mandela brindó una lección de política. Pese a lo que muchos piensan, yo creo que la remisión del apartheid no fue su mayor logro. Siempre he pensado que con él o sin él esta práctica discriminatoria hubiera fenecido. La presión internacional sobre Sudáfrica ya era inaguantable. Boicot político, diplomático, comercial, turístico y hasta deportivo anunciaban la muerte inminente de la segregación.
Pero lo importante es que, una vez cancelada, Mandela logró la reunión de su pueblo. Evitó que se destruyera en el odio, el rencor y la venganza. Consiguió que los ofendidos supieran olvidar y los ofensores supieran respetar. Y que, todos juntos, supieran convivir. Esa es toda una obra de gran estadista.
La segunda es más importante que la política porque es una lección de grandeza. Nuestro tiempo no es de muchos grandes a diferencia de otras épocas de nuestra vida. Esa alternancia es una constante de la historia. Así ha sido siempre y así lo será por siempre. Recurro a mis propios recuerdos.
Cuando yo era niño, pude observar a John F. Kennedy lleno de polémicas, pero todas ellas acusando grandeza. El líder británico se llamaba Harold MacMillan y todavía Winston Churchill dictaba conferencias y situaba proclamas. El alemán era, ni más ni menos, Konrad Adenauer. Y los jóvenes podíamos leer en los periódicos o ver en los noticieros lo que ese día hizo o dijo el presidente francés Charles De Gaulle.
Apenas contaba con mis primeros siete años de edad cuando el rais Gamal Abdel Nasser nacionalizó el Canal de Suez. Once años tenía cuando, en el primer debate electoral, se enfrentaron Richard Nixon y John Kennedy. Y un par de años después, Nikita Kruschev arremetía, zapato en mano, desde la tribuna de la ONU. Pero además, en ese mismo tiempo, China estaba cogobernada por Mao Tse Tung y Chou En Lai. La India era conducida por Jawaharlal Nehru y la América Latina contaba con hombres de la talla de Adolfo López Mateos. Ya en mi vida de estudiante de abogacía, tendría el privilegio de observar al presidente Richard Nixon.
Ese fue el tamaño de los hombres que la vida me acostumbró a ver y a analizar. Durante mi infancia pude saber quién era realmente Foster Dulles antes de descubrir quién era realmente Santaclós. En la casa paterna fui un niño que saludó, más de una vez, a Fidel Castro. Y allí también, en varias ocasiones, ese niño que era yo jugando a las adivinanzas y a los acertijos con un joven médico argentino que, muy poco tiempo después, todo el mundo lo conocería como el comandante Che Guevara. Es cierto que nunca compartí su credo. Ni el de Dulles ni el de Castro. Pero, más allá de ello, reconozco que esas fueron las dimensiones colosales de mis vivencias.
Es por eso que, a muchos hombres y mujeres de mi generación, casi nadie nos puede asombrar ni nos puede deslumbrar. Hemos visto lo transitorio del poder político. Hemos conocido lo relativo del poder económico. Hemos sabido de la impostura de los gobernantes, o de los potentados, o de los afamados cuando no son grandiosos sino cuando, simplemente, son grandotes.
El tiempo histórico no es línea recta ni la vida tiene palabra de honor. Decíamos que, en 1960, los estadunidenses tuvieron que afrontar la dificultad de elegir entre dos hombres de gran formato, como lo fueron Nixon y Kennedy. Pero tan sólo cuatro años después, no 20 sino tan sólo cuatro años, ese noble pueblo tuvo que acudir a las urnas para soportar el dolor de tener que elegir entre Lyndon Johnson y Barry Goldwater. Pero, además del dolor, el de sufrir la humillación de la vergüenza porque el verdadero fondo del drama es que, en ese oscuro momento de su historia, esos eran sus mejores hombres.
Así es la inconstancia de la historia. Así de veleidoso es el destino, el cual en ocasiones se nos brinda con generosidad y a manos llenas, mientras que en otras nos regatea sus favores y se nos vuelve miserable. Porque todos los pueblos, sin excepción alguna, han transitado por ambos pasajes. El de la luz y el esplendor, así como el de la sombra y la tiniebla.
Esa es la última lección de Nelson Mandela. Fue grande en un tiempo en que la grandeza escasea. Por eso la muchedumbre de jerarcas mundiales, muchos de los cuales hace unas décadas no hubieran sido ni subsecretarios. Hoy la cumbre europea se llama Angela Merkel y “de allí para abajo”. Sin embargo, Mandela nos dice que, gracias a la costumbre de convivir junto al gran formato, los hombres comunes podemos sobrellevar nuestra propia insignificancia sin el peligro de llegar a ser aplastados por alguien de una talla simplemente mediana.