Eran muchas y bien podía decirse que todas de “máxima seguridad”. La Penitenciaria del Distrito Federal -conocida como Lecumberri- se levantaba desde 1900 en los llanos de San Lázaro y se le consideraba la más moderna y con los métodos más sofisticados para la readaptación social. Las cárceles de Belén y de Santiago Tlatelolco aprovechaban viejas construcciones coloniales para guardar a los delincuentes. San Juan de Ulúa, en Veracruz, no podía compararse con el infierno, porque lo era.
Los delincuentes tenían toda una gama de posibilidades a donde podían ser enviados. Sin embargo, buena parte de los espacios de las cárceles porfirianas aguardaban para dar alojamiento a los presos políticos: periodistas, opositores, obreros y todos aquellos que se atrevían a criticar al régimen de Don Porfirio.
Existían además dos colonias penitenciarias cuyos nombres eran sinónimo de muerte: Valle Nacional, en Oaxaca y Quintana Roo. Hasta sus extensas áreas fueron enviados cientos de indios yanquis y mayas, que fueron sometidos por el Ejército Mexicano, luego de tomar las armas contra el Gobierno para defender sus tierras en Sonora y Yucatán. Aunque la esclavitud estaba prohibida por la Constitucion de 1857, en Valle Nacional existía de hecho. Las condiciones infrahumanas garantizaban ahí la muerte a la mayoría de sus pobladores.
Quintana Roo, por su parte, distaba mucho de ser un paraíso. En los debates del Constituyente de 1916-1917, el diputado Dávalos señaló: “Quintana Roo no fue una colonia penal, era una Siberia a la que al Zar de México enviaba al que le estorbara para mantenerse en el poder”.
Sin embargo, a los ojos de las autoridades porfiristas, las dos colonias penales que tenían resultaban insuficientes, así que el 17 de febrero de 1905 le compraron a la señora Gila Azcona viuda de Carpena -según señala Sergio García Ramírez-, las Islas Marías. El siguiente paso fue acondicionar la Isla María Madre para comenzar a recibir, a partir de mayo del mismo año, a los delincuentes y presos políticos del régimen.
Con la Revolución Mexicana y a instancias de Carranza y algunos diputados, San Juan de Ulúa, Valle Nacional y Quintana Roo, concluyeron su historia como centros penitenciarios. Pero los gobiernos posrevolucionarios y el régimen priista le sacaron jugo a Lecumberri y a las Islas Marías. Al igual que Don Porfirio, sexenio tras sexenio, el Gobierno envío a sus enemigos políticos a convivir con verdaderos delincuentes en las arenas blancas de las Islas Marías o en las terribles crujías del Palacio Negro. En ambos casos, lejos muy lejos se encontraba la readaptación social, aunque orgullosamente cantaban a los cuatro vientos que eran de “máxima seguridad” (tomado de la obra “365 días para conocer la Historia de México” de Martínez Roca, Planeta, 2011, de Alejandro Rosas).
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