Usemos la imaginación por un momento. Estamos a mediados de 2018, y usted se encuentra en la intimidad de la casilla electoral que le corresponde, a punto de cruzar la boleta que tiene la palabra “Presidente” en su parte superior. Toma el marcador, y reflexiona una vez más sobre la decisión que habrá de tomar en unos instantes. Es un asunto serio, al que usted le ha dedicado tiempo analizando las diversas propuestas y atendiendo lo vertido en los medios de comunicación. ¿En quién confiar para que lleve las riendas de la nación durante los siguientes seis años?
Supongamos también, aunque probablemente sea tirar un poco de la cuerda, que las propuestas de Andrés Manuel son, indiscutiblemente, las más adecuadas para poder llevar a la República a niveles de desarrollo nunca antes vistos. El programa económico planteado por el tabasqueño y sus colaboradores, sobre cuya honestidad no puede caber la mácula de la duda, va a convertir a México en un país no de pobres, sino de ricos. Él sabe cómo hacerlo, y está dispuesto a lograrlo.
Andrés Manuel también ha demostrado tener una comprensión cabal sobre el problema de la falta de seguridad y, según sus promesas también ante notario, terminará con el crimen organizado en un par de años, a la par que disminuye no sólo la inseguridad sino el consumo de las drogas entre nuestra juventud. Él, sólo él, sabe qué hacer para conseguirlo.
La renovación de la sociedad que ha planteado desde sus inicios puede dar frutos, y los demás partidos lo reconocen. De hecho, cada uno de sus adversarios ha reconocido su indudable superioridad moral y, le piden, le solicitan, le ruegan, no sólo que les permita incluir sus planes en su propia plataforma, sino que en la eventualidad de que ellos sean quienes se alcen con el triunfo no los deje solos. Sus rivales le han pedido, por separado y en actos públicos, que colabore con ellos y se haga cargo del cambio de pensamiento que la sociedad necesita. Para que México sea un mejor país, todos deberían de pensar como él. Y él sabe, perfectamente, cómo deben de pensar y obrar los mexicanos so pena de ser acusados de traición a la patria. Sólo él lo sabe, claro.
Siguiendo con el ejercicio, los oligarcas manipuladores y rapaces que en el pasado pusieron todos sus recursos y esfuerzo para realizar fraudes truculentos y estremecedores, que fueron suficientes para hurtarle descaradamente la titularidad del Poder Ejecutivo, han recapacitado y admitido públicamente su error. Andrés Manuel era, hace dos sexenios, el más adecuado. Hace un sexenio, era el idóneo. Y el día de hoy, tras seis años de regreso del PRI, no puede ser sino necesario. Él es el único capaz de denunciar y exhibir a los que han robado a México por generaciones, y su gesto adusto puede poner en cintura a la mafia más pertinaz. Él puede hacerlo, sin duda alguna.
Acerca el marcador hacia los logotipos de los partidos que se agrupan alrededor del liderazgo del gran prohombre de nuestros tiempos, y recuerda con una sonrisa cómo fue capaz de resolver, en un instante, los intríngulis del debate sobre la reforma energética. Caray, fue tan claro, y sus argumentos tan contundentes, que sus adversarios bajaron de la tribuna con actitud avergonzada mientras que el ingeniero musitaba ante los reporteros “Lo que dice él es exactamente lo que mi padre hubiera deseado. Andrés Manuel sabe cómo hacerlo”.
¿Cómo olvidar los reconocimientos, el Nobel de la Paz por los textos escritos al alimón con Jalife, el Pulitzer que inauguró una nueva categoría con sus mensajes en Twitter, los libros escritos sobre democracia con Bartlett y que ahora recogen las universidades europeas? ¿Cómo restar mérito a las perlas de sabiduría que derramaba, generoso, en las homilías emitidas junto con la camarada del horario matutino en la radio? ¿Cómo no votar por Andrés Manuel?
La respuesta es dura, pero sencilla. Andrés Manuel es un hombre que nunca ha sabido delegar, que no sabe hacer equipos, que no sabe compartir el poder. Que no está dispuesto a que nada le haga sombra y que, cuando tiene que pensar en un posible sucesor, no puede pensar sino en su propio hijo, a la manera de las dictaduras más rancias. Por eso, en todos los supuestos anteriores, aunque fueran ciertos, cruzar la casilla que contenga su nombre es abrir la Caja de Pandora del vacío de poder. Porque, hay que entenderlo muy bien, Andrés Manuel López Obrador es un hombre que cree tener la única solución a los problemas del país, y nunca ha estado dispuesto a compartirla. Y Andrés Manuel acaba de tener un infarto agudo que le impedirá, primero, realizar una campaña a su estilo pero, segundo y más importante, ejercer responsablemente el mandato de la ciudadanía en caso de que sea electo en 2018. Andrés Manuel está acabado, y se enfrenta al triste destino de quien tiene que ser testigo de su propio ocaso cuando creía estar en su mejor momento. Así que, si persiste en sus aspiraciones presidenciales, bien haríamos en saber, de una vez y antes de seguir con plantones, cercos y lo que sea que diga su dedito, quién sería su substituto en caso de necesidad, y ver si nos convence. Porque, si en 2018 votamos por Andrés Manuel, probablemente tengamos que terminar el sexenio con alguien por quien no lo hicimos directamente. Y entonces sí, las crisis de institucionalidad que hemos conocido no serían sino un juego de niños. Viva el rey.