El principal problema de la democracia mexicana no se arregla con ningún tipo de reforma política o electoral. Hay que insistir, el problema en México no es un problema de las reglas del juego democrático sino de los jugadores que sólo se apegan a ellas y sus resultados cuando les conviene y cuando no, recurren el expediente de salirse del juego.
Se entiende que cuando el juego político estaba reservado al PRI y su familia revolucionaria las cosas se pelearan en las calles del campo y la ciudad. Las instituciones formalmente democráticas no eran más que una ficción. Acceder a un cargo Ejecutivo para conducir el gobierno estaba fuera de su alcance. Ganar una votación en los congresos federal y estatales era imposible. Crear y participar en una organización social -no corporativa y desvinculada del Estado- capaz de influir en la toma de decisiones era impensable.
Cuando don Jesús Reyes Heroles ideó y negoció la primera reforma política de gran calado en nuestro país, su narrativa no dejó lugar a dudas. Si no se quería ir a un país asolado por la inestabilidad política y social era necesario abrir el sistema político mexicano y dar cauce institucional a las protestas, a las demandas y a la participación ordenada de la sociedad. Había que transitar al juego democrático que con todos sus defectos se revelaba como el único capaz de contener la conflictividad política y social. La idea era precisamente trasladar la participación, las protestas y las demandas de las calles a las instituciones.
Es cierto que la representación política, aún en democracia, tiene mucho de cuento, pero no se ha encontrado una alternativa menos defectuosa que ésta para poder procesar las diferencias. También es cierto que ninguna democracia puede o debe erradicar las manifestaciones sociales porque no todos los intereses caben dentro de los partidos y porque los partidos a menudo se convierten en promotores no de los intereses de sus representados sino de los suyos propios o de grupos poderosos a los que sirven. Además, sin participación social por fuera de las instituciones políticas las democracias avanzan de manera mucho más lenta. La sociedad organizada que no quiere o se resiste a encuadrarse en los estrechos márgenes de las burocracias políticas y partidistas tiene un papel importantísimo que jugar en la toma de decisiones públicas. Sus mecanismos son otros que los del juego político, pero también tiene reglas.
Lo que sorprende en el caso de México es que no son éstos -los que no tienen cabida en los partidos, los que no se sienten representados o las organizaciones sociales partidistas- los que suelen encabezar las protestas en las calles. Son los propios dueños de los partidos los que cuando pierden las elecciones o las votaciones en el Congreso o cuando una resolución de la Suprema Corte de Justicia no les favorece los que toman las calles y no respetan las reglas del juego que ellos mismos diseñaron ni los resultados que les fueron adversos. Peor aún esto sucede no sólo cuando hay diferencias entre un partido y otro sino al interior mismo de los partidos.
Ejemplos de ello tenemos a granel. El último es el que viene con motivo de las reformas política y energética. Ambas se discuten en el Congreso y en ambas hay posiciones contrapuestas, prácticamente irreconciliables. La manera de resolver este tipo de conflicto en democracia es primero a través de la deliberación y el intento de acercar posiciones ya sea por la vía del convencimiento o de la negociación de un punto intermedio. Es lo que hizo el Pacto por México. Cuando alguna de estas dos maneras falla el juego democrático indica que la cuestión se somete a votación y prevalece la posición de quien quiera que obtenga la mayoría.
Al PAN no le gustó la reforma fiscal, pero tuvo que aguantarse, al PRI no le convence la reelección, pero si así lo deciden el PAN y el PRD tendrán que aceptarla; al PRD no le gusta la energética y si fuera medianamente democrático tendría que admitir el resultado, quedarse en las mesas de negociación de la reforma política y juntar aliados para que la ley reglamentaria de la consulta popular contemple la posibilidad de su derogación o, si consideran que dicha reforma es anticonstitucional, interponer juicio ante la SCJN.
Lo que resulta incongruente es que cuando se logran reformas importantes como la de transparencia, la educativa o la de telecomunicaciones respeten el recinto parlamentario, aduzcan con gran solemnidad contra los intereses afectados que tal fue la decisión de “esta soberanía” y cuando la decisión no se acomoda a su ideología o programa argumenten que la decisión no es representativa de lo que el pueblo quiere o piensa y propongan boicotear a través de un cerco las decisiones de esa misma soberanía. Peor resulta que el propio Morena que aún no es partido esté planteando constituirse en grupo parlamentario al interior del Congreso, recibir los beneficios que ello supone y a la vez negarse a jugar con las reglas que rigen a ese mismo Congreso.
*Investigadora del CIDE
amparo.casar@ci