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Chismeo, luego existo

Superiberia

 

Sin chisme no existiría la raza humana, afirmaba con humor cierto maestro de periodismo, frase que se nos quedó grabada a muchos y que he podido constatar en muchas ocasiones, entre ellas, hace unas semanas, cuando investigando cierto reportaje fui a parar a una antigua vecindad de la zona limítrofe del Centro Histórico.

De inmediato me transporté en el tiempo en aquel lugar, donde se conservaba intacta la atmósfera característica de estos sitios desde principios la primera mitad del siglo XX, incluyendo el ambiente de los lavaderos comunales, donde dos atareadas señoras, en menos de 10 minutos, me dieron santo y seña, no sólo de la historia del lugar, sino hasta de la vida privada de sus vecinos.

Heredados por los utópicos conceptos urbanos del siglo XVIII, que no tomaban en cuenta que las aglomeraciones sacaban a flote imperfecciones humanas como el chisme, la envidia, el pleito ranchero y los dimes y diretes, esos lavaderos fueron durante muchos años el “epicentro de las novedades”.

En rumbos como la Candelaria, Santa Clarita, Tepito y Santa Cruz, hasta cuatro o cinco vecindades compartían la misma zona de lavado y aunque nadie se atrevía a mencionarlo, existía un estricto código de convivencia, que en caso de no ser respetado, aplicaba un duro castigo a la infractora.

Desde las seis de las mañana comenzaba la actividad en aquellos lugares con las señoras que lavaban ajeno y que aprovechaban las horas tempraneras para sacar sus encargos.

Poco a poco iban llegando otras comadres con sus canastos y sus barras de jabón para ocupar sus sitios celosamente apartados y que les pertenecían por derecho de antigüedad; por ello, el simple hecho de que una desconocida invadiera su pileta o tuviera la desfachatez de hacer uso de su palangana, era motivo suficiente para prender la mecha de los reclamos, insultos y hasta golpes. El lavadero comunal, además de ser un espacio utilitario, era uno de los pocos ámbitos sociales al que las señoras de antaño podían acceder, y por lo tanto las jerarquías aparecían tarde o temprano, culminando con las “doñas dominantes” que se convertían en las abejas reinas del panal.

Con frecuencia, los lavaderos quedaban divididos en secciones. En un extremo podían lavar las doñas de la vecindad mengana y en otro, las de la perengana. En tales situaciones había una guerra fría por fidelidad al propio bando, y aunque era más conveniente evitar las agresiones, no faltaban las miradas recelosas y las habladas en voz alta para cucar a las contrarias.

¡Mire nomás comadrita, cómo hay gente grosera que tira sus retazos de jabón en la pila general, ¡qué bueno que en nuestra vecindad sí hay gente educada y no como otras!

En medio de aquel escenario, el chisme era la herramienta recurrente para desahogar los enojos y también el arma para lastimar a las adversarias. Cada día, las noticias frescas llegaban por boca de las muchas lavanderas-reporteras que recolectaban novedades por el barrio para la abeja reina, quien como “jefa editorial” de “El lavadero”, utilizaba la información para hacer pasar un mal rato a las doñas vecinas.

Si al hijo mayor de alguna le daba por apostar a los gallos, si el marido no salía de la pulquería, si la señora Ramona no pagaba sus deudas en la miscelánea o si a la comadre del 6 la habían visto muy “amistosa” con el viudo del 9, todo era material útil para el periódico interno, mismo que a falta de rotativas, utilizaba a las “abejas obreras” para hacer circular las noticias.

Por esta razón, las personas del barrio se cuidaban de hacer comentarios en voz alta cuando estaba cerca una lavandera, quien podía hacerse la disimulada con tal maestría que hasta el mismo Dios padre podía jurar que era sorda.

En muchas novelas de la primera mitad del siglo XX, se menciona cómo en estos lugares no transcurría el tiempo y que las lavanderas eran algo parecido a un ánima casi eterna a la que sólo los años podían disolver como el chorro de la palangana al jabón.

homerobazanlongi@gmail.com

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