El primer año de gobierno de Enrique Peña Nieto ha estado marcado por el Pacto por México, para bien y para mal. El ejercicio de su mandato en estos 12 meses ha contado con el respaldo de los acuerdos construidos con los tres principales partidos políticos, pero también ha enfrentado las restricciones inherentes a los equilibrios exigidos por esa pluralidad de visiones, intereses y actores. La lógica es clara: priorizó el diálogo y la negociación con el fin de lograr las reformas que, desde su perspectiva, eran necesarias para realizar su proyecto de gobierno, lo cual le ha significado hacer concesiones o postergar acciones. El balance de esta decisión es prematuro. Pero lo cierto es que, en razón de ella, el primer año ha sido un periodo de autocontención del Poder Ejecutivo, lo que ha conducido, ante las reiteradas amenazas o rupturas del ordenamiento jurídico, a una tensión creciente entre las virtudes de la política y las exigencias de la legalidad.
El saldo más positivo ha sido generar la interlocución y construcción de acuerdos sin los cuales habrían sido impensables algunas de las reformas ya aprobadas o en curso de serlo, cuya relevancia es incuestionable. Hace mucho tiempo que las disputas coyunturales y los intereses de corto plazo del gobierno y los partidos no permitían avances significativos en temas tan relevantes y polémicos, educación, telecomunicaciones, impuestos y, probablemente, energía, entre otros. Hace mucho tiempo que, ante la fuerza de los llamados poderes fácticos, la esfera del poder público no lograba reivindicar la legitimidad y eficacia de sus atribuciones, una y otra vez acotadas o cercenadas mediante diversas formas de presión. Hace mucho tiempo, en suma, que el ejercicio de la política en la pluralidad no arrojaba frutos. Tanto el gobierno como los partidos políticos han puesto su parte para ello, y hay que celebrarlo.
Sin embargo, esta forma de ejercer el poder también ha tenido consecuencias negativas. Una de ellas es la confusión entre la pertinencia del diálogo y la exigencia de aplicar la ley. Siempre es deseable encontrar soluciones políticas a los conflictos, y cualquier esfuerzo para lograrlo es congruente con la esencia y el sentido de la política democrática. Pero cuando los conflictos no se pueden resolver por esa vía, el poder público está obligado a hacer valer la ley, incluso mediante el uso de la fuerza legítima del Estado, especialmente si su violación impune y las omisiones de la autoridad extienden la percepción de que es legítima la justicia por mano propia (autodefensas, CNTE y otros). Y es que estirar de más los atributos de la política para preservar el clima propicio para los consensos, acabará por reventar la cuerda del consenso fundamental de la democracia: la legalidad.
*Socio Consultor de Consultiva
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