Por: Catón / columnista
Timoneo
“Amo el amor de los marineros, que besan y se van”. A ese amor cantado por Neruda pertenecía el de Timoneo, que en la marina mercante pasó su juventud. Una notable diferencia había, sin embargo: Timoneo no sólo besaba antes de irse. Por muy buenos que fueran los besos de las mujeres a quienes conocía en los puertos, él demandaba más que un beso, y siempre lo obtenía, pues era hombre galano, y sabía decir “Te quiero” y “Me casaré contigo” en doce idiomas. Disfrutaba los besos, desde luego, ya fueran sólo “un leve palpitar de mariposa”, como dijo el Músico Poeta, o verdaderas cópulas con lengua y labios; modo de besar llamado en los puertos americanos french kissing; en los de Canadá frencher; en los de Alemania kntutshen; en los puertos de Hungría megcsókol csókolózin (cuando los amantes magiares terminaban de decir el nombre ya se les habían pasado las ganas); en Italia pomiciare; en Irlanda shift y en Australia pash. (Curiosamente en España y los países de América Latina tal manera de besar no tiene una designación específica, pero algunos datos confiables permiten suponer que los besos con lengua y labios se conocen y practican también en esas partes del planeta.
Las cosas del sexo son universales, no como las prescripciones de la moral, que cambian de país a país. Lo que en unas naciones es delito en otras es deleite). Advierto, sin embargo, que he perdido el hilo del relato. Vuelvo a él. Cumplidos los 40 años de su edad Timoneo pensó que debía en asentar la cabeza, como hizo en Sevilla el hidalgo de Machado. Decidió entonces tomar esposa propia. Digo “propia” porque muchas ajenas había tomado en sus andanzas por los siete mares. Eso sí: no quería mujer de puerto, o que viviera cerca del mar, pues temía desposar a alguna que hubiera tenido trato con marino. Así, iba por pueblos alejados de la costa buscando esposa que no supiera nada de marinerías. A fin de cerciorarse de eso ideó un curioso medio: llevaba consigo siempre un remo, y le preguntaba a la muchacha en turno: “¿Qué es esto?”. “Un remo” –contestaban todas. Así descubría él que tenían conocimiento de las cosas del mar. “Un remo”. “Un remo”. “Un remo”, decían todas. Y Timoneo desesperaba. Cierto día, en una remota aldea de la montaña, el nauta vio a una doncella de cabellos rubios, blanca tez y ojos azulinos.
Fabiola se llamaba, igual que la dulce heroína de la novela del cardenal Wiseman. Se enamoró de ella a primera vista. Era apacible, como la brisa de la bahía de Nápoles; al hablar parecía que cantaba, así de armoniosa era su voz; su caminar tenía el ritmo de una barcarola. le mostró el remo y le hizo la pregunta: “¿Qué es esto?”. “No sé” –respondió ella. Y en seguida aventuró, dudosa: “¿Una pala para menear un gran perol? ¿La raqueta de algún juego extranjero?”. Al oír esas equívocas respuestas Timoneo se sintió en el séptimo cielo de la felicidad. ¡Su amada no sabía nada de las cosas del mar! Eso era indicio cierto de que no había tratado con marinos, y que guardaba íntegras su pureza y su virtud. La desposó, pues. La noche de la boda, luego de un ágape sencillo, la condujo a la cámara nupcial donde tendría consumación el matrimonio. Procedería con delicadeza, iba pensando, a fin de no lastimar el pudor o los delicados miembros de la inocente joven. Mas sucedió ¡oh, desgracia!, que tan pronto entraron en la habitación se operó en ella un repentino cambio. Fabiola se convirtió en Friné o Mesalina. Con gesto descocado se soltó el pelo, empezó a desnudarse provocativamente y luego le preguntó con tono rudo al azorado marinero: “¿Qué lado de la cama prefieres, chico guapo? ¿El de babor o el de estribor?”… FIN