Una grata experiencia de mi vida parlamentaria es la del 1 de septiembre de 1998, cuando se rompió una añeja tradición del presidencialismo exacerbado: el diputado Carlos Medina criticó severamente la manera de ejercer el poder presidencial. El rostro iracundo de los legisladores priistas reflejaba la trascendencia de aquel punto de quiebre.
Al terminar la ceremonia, Ernesto Zedillo caminaba por el pasillo con una sonrisa congelada. Al darme la mano, me salió una frase casi espontánea: “Rinda cuentas, señor Presidente”. José Ángel Gurría me increpó: “¿A quién le va a rendir cuentas, a ti?”. Simplemente respondí: “Sí”.
Lo anterior viene a cuento porque, ante el grave déficit de credibilidad derivado de un Estado de derecho resquebrajado y manifestado en el malestar de la ciudadanía por la reforma fiscal, vale la pena interrogarse sobre qué nos está sucediendo.
Nuestra política adolece de tres graves fallas: incongruencia, falta de autenticidad y de sentido de trascendencia.
Si se cotejan los discursos en campaña de Enrique Peña Nieto y su declaración de que “no me he apartado un ápice de la ruta que nos trazamos al inicio de la administración”, se pueden detectar las primeras incongruencias, pues ofreció el manejo escrupuloso de la Hacienda Pública sin incurrir en déficit y luchar contra la corrupción de manera prioritaria.
Seguimos padeciendo una falta de concientización del pueblo de México para contribuir al gasto público. Ante la desinformación y la opacidad, las cifras de manera alarmante indican que los contribuyentes consideran al aparato gubernamental corrupto y que gasta en exceso y mal.
Desde el arranque del sexenio debió hacerse un esfuerzo por una verdadera y auténtica rendición de cuentas como muestra de voluntad para hacer las cosas de forma diferente. Se puede definir la autenticidad por la percepción de la gente en cuanto a si el político actúa apegado a la verdad y a principios éticos.
En días recientes, el presidente Peña declaró que el objetivo de su gobierno es que los derechos consagrados en la Constitución dejen de ser “más que un motivo aspiración a una realidad efectiva”. De antemano sabemos que esa meta equivaldría a dotar al mexicano de una vida en plenitud en todos los órdenes, desde un ambiente sano, pasando por un salario remunerativo y el derecho a la alimentación, hasta una educación de calidad. El problema es que la Carta Magna consagra derechos de imposible observancia, simplemente no hay recursos económicos suficientes para su cumplimiento.
El mensaje presidencial concluye en el acto político al que se asiste. No hay nada que trascienda. Tal parece que se ejerce el oficio de bombero: apagar el incendio surgido. Tanto temática como geográficamente, donde se ponga el dedo, sale pus.
Perdón por mi pesimismo. Goethe decía: “Déjenme parecer hasta ser”. En otras palabras, déjenme intentar hasta alcanzar la meta. Nosotros nos hemos quedado en la obsesión por la apariencia y por generar la expectativa inmediata. Con ello se provoca la desmoralización del pueblo y la lamentable falta de credibilidad.
En alguna parte leí que es estúpido dedicar medios ingeniosos a fines inadecuados y es locura perseguir fines valiosos con medios ineficaces. Requerimos sentido común y el seguimiento de cada política pública para alcanzar los propósitos. Tal vez esto sea más necesario en la política social a la cual aún no terminamos de proporcionarle medidas adecuadas de evaluación.
A México no le falta inteligencia, sino sentido moral de la inteligencia. Es una exigencia palpable en todo el escenario de nuestra empobrecida vida pública.