Uno de los resultados de la aparición de movimientos guerrilleros en América Latina en los años sesenta y setenta, es que “el Estado burgués” estudió ese fenómeno social, y aprendió de él; desarrolló métodos para enfrentarlos buscando, primero, controlarlos; luego, conducirlos y si fracasaba, habría que aplicar la violencia.
Como producto de dicho aprendizaje, no hay país en América Latina que no sepa hoy cómo enfrentar esos grupos y sobre todo, cuándo hacerlo. Esta afirmación, es válida en todos ellos excepto en uno, México.
Con diferentes grados de éxito al utilizar la violencia y la represión, los movimientos guerrilleros -que en no pocas ocasiones eran cobertura de delincuentes comunes- prácticamente desaparecieron. Un elemento que contribuyó a volverlos inviables, fue la situación generada a raíz de la caída del Muro de Berlín y la extinción de la URSS; también, el cambio de modelo económico en la República Popular China jugó un papel no menor.
Aquí, nuestra clase política creyó lo que inventó: la excepcionalidad mexicana; esta visión, conformada desde los años treinta del siglo pasado y utilizada para la cooptación y manipulación política, sorprende por su eficacia. Sirvió a su impulsor principal -Lázaro Cárdenas, y al que se encontraba en las antípodas ideológicas, Miguel Alemán.
También, a Díaz Ordaz y a Luis Echeverría; a López Portillo y a Miguel de la Madrid; a Salinas y Zedillo y, por supuesto, a Fox y a Calderón.
Tan arraigada está entre nosotros esa visión de la “unicidad mexicana”, que a pesar de los cambios registrados con la apertura económica y el TLCAN, aún sigue vigente; hoy, presta un buen servicio al presidente Peña Nieto.
Durante los años sesenta y setenta -cuando se registra en México el auge de los movimientos guerrilleros-, por encima de la evidencia que demostraba que quienes asaltaban y secuestraban para obtener recursos y financiar el reclutamiento de cuadros, la promoción de la lucha armada y la compra de armas pertenecían a organizaciones que aceptaban que su lucha era en contra del “Estado burgués opresor, lacayo del imperialismo”, el gobierno negaba lo obvio. La Revolución Mexicana y sus muertos, parecían haber cubierto la cuota de lucha armada que nos correspondía.
El gobierno jamás aceptó que aquí pudiera haber, como en el resto de América Latina, grupos que buscaban implantar el socialismo mediante la lucha armada pues para él, los que tuvieron la suerte de no ser asesinados y llegaron a prisión, eran considerados delincuentes comunes.
Además, los gobiernos que siguieron al de López Portillo, siempre negaron que aquí hubiese movimientos que buscaban, a través de organizaciones abiertas como la CNTE o la CETEG, fortalecer su lucha en contra del “Estado burgués opresor, lacayo del imperialismo”.
Hoy, al igual que ayer, el gobierno niega lo evidente; teme aceptar que detrás de aquellas organizaciones haya grupos que piensan que la guerrilla y los actos terroristas, son el camino para derrocarlo. Michoacán hace tres días, es clara evidencia de lo que afirmó. Ante el reto al Estado y la amenaza a la seguridad nacional, el Ejército deberá actuar con todo su poder de fuego para eliminarlos.
¿Qué espera el gobierno para actuar, decidida y firmemente en contra de quienes piensan que así lo van a derrocar? ¿Para eso quería ser presidente el licenciado Enrique Peña Nieto? ¿Para que, por tremor, el país se le vaya de las manos?