Existen varias formas de evaluar las propuestas de la reforma político-electoral que, un año sí y el otro también, se discuten dentro y fuera del Congreso mexicano. Una es la perspectiva histórica: qué reglas hemos adoptado en el pasado, a qué contexto respondían, qué resultados han producido y qué reformas pueden adoptarse. Desde esta perspectiva, la experiencia de cada nación es única, irrepetible y por tanto poco comparable con las de otros países: “debemos buscar soluciones originales para nuestro contexto”.
Otra es la perspectiva comparada: qué reglas se han adoptado en países similares al nuestro, qué resultados han producido y qué tipo de reformas podríamos adoptar a partir de la experiencia propia y en comparación con la de otros casos: “antes de reinventar la rueda, echemos una mirada al resto del mundo, veamos qué ha funcionado y por qué”.
Otra es la perspectiva analítica: qué incentivos produce cada arreglo institucional, cuáles son las consecuencias esperadas de dichas reglas, y cuáles son los incentivos de cada actor político para impulsar o bloquear una reforma u otra: “quién gana y quién pierde con el statu quo, quién ganaría o perdería con cada reforma propuesta”. En la medida que los resultados y las consecuencias de cada reforma no siempre son observables o no siempre se pueden anticipar, la evaluación de propuestas de reforma requiere de una combinación de los tres enfoques.
Un marco mínimo de referencia para evaluar reformas electorales sería éste: ¿la reforma propuesta produce elecciones más competitivas o no? ¿Hace más representativo o incluyente el sistema político o no? ¿Fortalece los contrapesos o la rendición de cuentas de los funcionarios públicos o no? ¿Concentra o diluye el poder político?
Por desgracia, muy pocos políticos evalúan las reformas de este modo. Quizá no tendrían por qué hacerlo, cuando su negocio es mantenerse en el poder o aumentarlo, no compartirlo. Por eso no debe sorprendernos que las reformas electorales de muchos países consistan en una serie accidentada de reformas parciales (parches que suenan bien, pero cambian poco las cosas), cortoplacistas (que ofrecen dividendos inmediatos a quien las propone) y reactivas (diseñadas a partir de la última elección).
A pesar de ello, algunas reformas socialmente deseables han logrado materializarse. La adopción de la representación proporcional en el Congreso, la creación del IFE, el Cofipe de 1996, el financiamiento público a partidos, etcétera, están entre las reformas electorales cuyas consecuencias pueden considerarse deseables en lo general. No puede decirse lo mismo, por desgracia, de las reformas de 2007-2008 tales como el nuevo modelo de acceso a medios, la prohibición de campañas negativas o los procesos especiales sancionadores. Tampoco puede decirse esto de la propuesta de crear un Instituto Nacional Electoral, por ejemplo.
¿Quién exige reformas electorales? ¿De dónde viene la demanda por reformas electorales? A la mayoría de los ciudadanos, presuntos beneficiarios de una democracia plena, no parece interesarles mucho tal o cual reforma electoral: no han habido marchas por la reelección o la segunda vuelta, por ejemplo, ni las habrá.
A los militantes y simpatizantes partidistas, que se cuentan entre los pocos ciudadanos interesados activamente en la política, y quienes podrían beneficiarse de una mayor democracia al interior de los partidos, no logran coordinarse para doblegar las reglas que favorecen y protegen a las cúpulas partidistas.
A los alcaldes y diputados tanto locales como federales, políticos en el poder que podrían beneficiarse directamente por la reelección, por ejemplo, tampoco logran coordinarse para que su futuro político dependa menos del capricho de sus líderes partidistas, y más de la evaluación de su desempeño por los votantes. Al final, la demanda por reformas electorales proviene en gran medida de los mismos actores que hoy mismo se benefician del statu quo. Y es una triple tragedia.