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Las llaves de la Presidencia

Superiberia

Es propio de los gobernantes inteligentes y maduros saber quiénes son y conocer en dónde están. No enojarse por lo que sus pueblos no les aprueban, por lo que no les aplauden y por lo que no les aceptan.

Tengo la impresión de que así se ha conducido Enrique Peña Nieto. No se ha enfurecido porque sus propuestas tributarias no hayan gustado, porque sus iniciativas energéticas hayan sido secuestradas, porque sus medidas presupuestarias no hayan complacido o porque a sus reformas educativas les  hayan respondido con un desorden tribal. Así lo he escuchado en uno de sus recientes discursos. De la misma manera, también presiento que Barack Obama se ha conducido como es debido frente a la terquedad de los congresistas en relación con su política de salud, a su reforma migratoria y hasta el grado de paralizarle a su gobierno.

En estas notas de hoy no me ocupo de si todas estas medidas han sido acertadas o erradas. Tan sólo me referiré a la reacción de los poderosos frente al desaire, al desacato o a la crítica de los demás.

Soy de los que me gusta creer y soñar que todos nuestros presidentes nos han querido mucho. Pero, a su vez, eso me preocupa porque estoy convencido de que los presidentes que quieren mucho a su pueblo tienen proclividad para hacerle el bien. Pero que, por amarlo tanto, también tienen facilidad para hacerle el mal. Por eso requieren que sus más cercanos los equilibren ante sentimientos encontrados y confusos.

Porque esos gobernantes algunos días son dominados por el coraje ante tanta injusticia. Otros días, son doblegados por el dolor, ante tanta miseria. Y, otros más, son sometidos por la angustia, ante tanta desesperanza. Por eso hay momentos en que quisieran matar a quien no deben, gastar lo que no tienen o prometer lo que no pueden. Pero, asimismo, hay días luminosos en los que conquistan tantos logros para su pueblo que quisieran hacer, también, el trabajo de los otros poderes o servir a su pueblo más tiempo que el que ordena la Constitución.

Por eso, Adolfo López Mateos les decía a sus más sabios y leales que nunca le prestaran las llaves del armero, ni del tesoro, ni del promisorio, ni de las urnas, ni del parlamento, ni del tribunal. Se refería, claramente, a que no le permitieran matar opositores, ni dilapidar recursos, ni engañar en falso, ni trampear elecciones, ni decretar leyes, ni dictar sentencias. Que no le consintieran usurpar atribuciones sino que tan sólo lo ayudaran a cumplir con lo suyo, y a no suplantar a los demás. Por eso, remataba, “no permitan que nadie me arrebate ni que yo extravíe las llaves de la Presidencia, que son las únicas que me han confiado”.

Todo ello muestra una ubicación política republicana y realista. Ahora, para completar el esquema de mi ejemplo, veamos lo contrario en el caso insólito de un hombre muy insigne que se extravió un sólo instante.

Charles De Gaulle era un político de gran formato. Poseía una buena mezcla de las mejores virtudes de su nación. Algo de la videncia misteriosa de Juana de Arco, algo de la visión política de Luis XIV y algo del liderazgo caudillar de Napoleón Bonaparte. Todo ello, agregado a su propia sagacidad, tenacidad, valentía y patriotismo.

Sin embargo, este ilustre Presidente se enfureció porque su pueblo votó en su contra un referéndum sobre reformas propuestas por él. Renunció creyendo que, con ello, largaba a los franceses cuando, en realidad, éstos lo estaban largando. Un año después, moriría solitario. Algunos dicen que de un aneurisma. Otros dicen que de tristeza. Quizá la de reconocer su equivocación. Quizá la de no reconocerla y considerar a su pueblo como un ingrato.

Porque este hombre había salvado el destino nacional de Francia, no en una sino en dos ocasiones. Por eso, el día de ese referéndum adverso, los franceses tenían en la Presidencia de la República a un héroe “de carne y hueso”. Sin embargo, a ese símbolo nacional le dijeron un “no” y le rechazaron sus iniciativas. Además, tenían todo el derecho para hacerlo.

No sé si la soberbia del héroe, si la senilidad de sus 80 años o si todo junto hicieron que, por un sólo día de su vida, se olvidara de que él no era el dueño de Francia, sino que los dueños de Francia son, ni más ni menos, los franceses.

Si eso pueden hacer los pueblos con aquellos gobernantes a los que tanto les deben, ¿qué no podrán rechazar de aquellos a los que no les deben nada? Charles De Gaulle perdió, en un sólo instante de sus 11 años en el Palacio del Elíseo, las llaves de la Presidencia.

Se cuenta que, recién fundada la estadunidense como primera república moderna, los políticos dudaban del tratamiento protocolar para su primer Presidente. Algunos proponían que “majestad”, como a los soberanos. Otros que “excelencia” porque, al fin, era sólo otro ciudadano. Hubo muchas sugerencias, hasta que consultaron al protagonista. George Washington les contestó que tan sólo le llamaran “señor Presidente”. Tan sólo lo que era y nada más pero, desde luego, nada menos.

                *Abogado y político.  Presidente de la Academia Nacional, A. C.

                w989298@prodigy.net.mx

                Twitter: @jeromeroapis

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