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Aquí no pasa nada

Superiberia

 

No se requiere ser estadígrafo o experto en alguna ciencia social para saber y entender los altos grados de incidencia y graves consecuencias de desastres, naturales y provocados, que sufre México todos los días de todas las épocas. La simple lectura de los periódicos —de cualquier época— permite conocer la fragilidad de la vida y de los bienes de los mexicanos. La desgracia, la tragedia, el desastre de un momento a otro. Generalmente, atrás de todos no sólo están las fuerzas de la naturaleza sino también la corrupción y la impunidad, que reinan sobre el territorio nacional mucho más que un fenómeno de la naturaleza o un accidente realmente producto de circunstancias desafortunadas.

La lectura de los periódicos permite saber que no hay semestre o año en el que decenas, cientos o miles de mexicanos no son sujetos de alguna desgracia. Excluyendo los accidentes automovilísticos, es muy fácil identificar las cuatro principales tragedias: las explosiones de los ductos de Pemex por la “ordeña” de combustibles; las explosiones de “polvorines” (depósitos clandestinos de pólvora); fraudes de cajas de ahorro y casas de bolsa ilegales (patito, se les dice) que prometen ganancias por altos intereses de inmediato y, por supuesto, las fuerzas de la naturaleza, principalmente inundaciones, deslaves y destrucción a causa de las lluvias provenientes de tormentas tropicales y huracanes, sin contar los sismos. No hay semestre o año en el que un mexicano lector promedio de periódicos no encuentre noticias relacionados con esos “fenómenos”.

Atrás de los desastres están la corrupción y la impunidad, que campean desde hace años, quizá siglos, en el país.

No, no, a ver, no es que la Naturaleza sea corrupta. Hasta hoy, bendito Dios o por fortuna, como usted quiera, no ha habido la manera de darle una lana para evitar o provocar que active alguna de sus fuerzas. Ni para bien ni para mal.

Pero las fuerzas naturales o los accidentes descubren, revelan, muestran la corrupción y la inmunidad que realmente provocan las tragedias: el robo consentido, o no, en los ductos de Pemex y su  repetición en cuanto la alarma y la tristeza pasan; el solapamiento de la autoridad para tolerar bodegas clandestinas de pólvora y demás material pirotécnico a cambio, claro está, de una popular mordida; la inacción de la autoridad frente a estafadores públicos que prometen cuantiosas ganancias a incautos o desesperados ante las políticas económicas y bancarias; la concesión política o económica (si son las dos, mejor) en el uso de suelo (permitir construcción donde no se debe construir, como, por ejemplo, cauces de ríos presuntamente secos y mucho más) o, peor aún, la regularización de lo que originalmente fue ilegal; la deficiente planeación urbana (falta de drenajes, por ejemplo); la mala construcción de los materiales en la edificación de casas-habitación y de infraestructura pública (ahí está el caso actual de la Autopista del Sol),  el enriquecimiento de algunos que participan en las reconstrucciones o, incluso, en la emergencia: quienes elevan precios de productos básicos, los que roban despensas, los que están esperando los recursos federales para obtener la concesión para nuevas obras en las que utilizarán materiales de muy baja calidad que cobrarán a precios altos, los que saben bien que podrán vender costales de arena…

Todo esto se sabe desde tiempos casi inmemoriales. Nunca ha pasado nada. No pasa nada y, es posible asegurar, nada pasará.

Será lamentable nuevamente que dentro de seis meses o un año volvamos a leer en los periódicos que tal número de mexicanos murieron en una explosión de un ducto de Pemex del que se robaba combustible o de un “polvorín” o en una inundación por una crecida de un río o el desfogue de una presa, a causa de las fuertes lluvias, y que afectó a quienes vivían en el viejo cauce o en la antigua ribera, o ciudadanos defraudados por aquellos que ofrecen ganancias fáciles y rápidas.

No se requiere de bola de cristal. Tampoco ser experto en nada. La corrupción y la impunidad —prohijadas por la necesidad, la costumbre, la ambición y la violación de la legalidad sin consecuencia alguna— son buenas maestras del arte de la “adivinación”. En ese entonces tampoco nada pasará. Nadie está dispuesto a  asumir los costos políticos de un cambio real. Y los mejores culpables serán, como hoy, las “fuerzas naturales” o los “accidentes”. Ya verán.

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