Catón
Columnista
Era un desperdicio de hombre
¿Te acuerdas, Armando, de Lupito? Ya sé lo que me vas a contestar: “Ah, sí. El joto del barrio”. Tú y yo lo recordamos bien. Todos decían que era un desperdicio de hombre. ¿Cómo podía ser que un tipo como él, tan bien parecido, tan alto y musculoso, con esa tez tan clara y esos ojos verdes, con aquella sombra de barba tan cerrada que le azuleaba el rostro, cómo podía ser del otro bando? Vivía con su mamá frente a la tienda de don Chalo, en aquella casa grande que les quedó de su padre cuando los abandonó. Unos dijeron que el señor huyó por un fraude que había cometido en la empresa donde trabajaba.
Otros contaron que se largó con una mujer joven, pues su esposa ya no era esposa desde la enfermedad que la postró en la cama. Los más supusieron que se fue por la vergüenza que le causaba tener un hijo “así”. Aquélla era otra época, sobrino y no entendíamos cosas que ahora sí entendemos. En eso de la comprensión y el respeto a la diversidad sexual todo tiempo pasado fue peor.
El caso es que el muchacho y su mamá quedaron solitos, como decía él con su voz aflautada. Se mantenían con la pensión de la señora, que fue maestra hasta que ya no pudo caminar. Él vivía para cuidarla, cosa que las vecinas le alababan mucho, pues doña Cuquita –así se llamaba la señora- estaba privada de movimiento. Decían que Lupito la bañaba; la sacaba al patio por la mañana a que le diera el sol; le ponía el radio para que oyera sus novelas y le hacía la comida, que luego le daba amorosamente en la boca. Además lavaba la ropa, planchaba, y tenía la casa que espejeaba de limpia. “Es todo un mujercito” –dijo Chalo con sorna cuando en su tienda las vecinas elogiaron eso.
Tal comentario cayó muy mal entre ellas. Le dijeron: “Él no tiene la culpa de que así lo haya hecho Dios”. La encendida defensa que las mujeres hicieron de Lupito sorprendió bastante a Chalo. Yo te voy a decir, sobrino, por qué lo defendieron tanto. Lo supe por una de las vecinas, con quien después tuve dimes y diretes. Sucede que Lupito no era joto. Lejos estaba de serlo. Por el contrario, el desgraciado era un tremendo garañón. Fingió ser del otro bando para que los maridos permitieran a sus esposas visitar a la pobre de doña Cuquita sin recelar de la presencia del hijo. Aunque nunca vio la película imitó la estratagema de Fernandel en “Le couturier de ces dames”.
Fingió ser del otro bando para que los maridos permitieran a sus esposas visitar a la pobre de doña Cuquita sin recelar de la presencia del hijo.
Te asombraría saber cuántas visitas tenía la enferma. Algunas señoras iban a verla tres y hasta cuatro veces por semana, dizque para llevarle un bocadito o para rezar con ella el Santo Rosario. Les decían a sus esposos que visitar a los enfermos era una de las obras de misericordia que el Padre Ripalda enunciaba en su catecismo. Obra de varón es lo que iban a buscar, y Lupito les cumplía a todas con la fuerza de sus 20 años. Ellas se reían en su interior cuando delante de la gente aquel fornido macho que las dejaba exhaustas hacía carantoñas mujeriles, y se meneaba todo, y atiplaba la voz como doncella. Por fin murió la enferma. Lupito vendió la casa y desapareció.
Aquello fue motivo de luto para muchas. “¿Por qué lloras?” –les preguntaban sus maridos. “Extraño a Cuquita” –respondían ellas gimoteando. Mentira. Lo que extrañaban eran las arremetidas de Lupito. Cuando mi amiga me hizo la relación de las compasivas damas que iban a visitar a la pobrecita, quedé muy impresionado por su número y variedad. Hasta de otras colonias llegaban señoras muy conocidas que ni siquiera conocían a Cuquita. No imaginó el buen padre Ripalda los efectos de su piadoso catecismo. Yo no traté nunca a Lupito, por aquello del qué dirán, pero una cosa aprendí de él: caras vemos, lo demás no lo sabemos… FIN.