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Era repudiada por sus amigas

Superiberia

 Por: Catón  /  columnista

Un golpe de machete es como un golpe de hacha. Sólo que golpes de hacha se necesitan muchos para tumbar un árbol, y un solo golpe de machete basta para tumbar a un hombre. Así cayó éste con el machetazo que le tumbó la vida. Por la herida en el cuello se le salió la sangre, un chorro en cada latido del corazón, y por la misma herida se fue él también del mundo para ir a quién sabe qué otro mundo. Hace un minuto estaba vivo y ahora está bien muerto. Mal muerto, mejor dicho, pues tuvo mala muerte. El mezcal le dijo que todavía era joven. Le mintió. Ya era viejo. Y cuando sacó el machete y fue contra aquel hombre, el hombre sacó el suyo para defenderse, y sin querer matarlo lo mató. No tuvo culpa, dijeron los testigos. Defensa propia, dijo el Juez. Y lo primero que hizo cuando salió del calabozo fue ir a pedirle perdón a la hija del difunto. Ella al principio no le abrió la puerta. Pero después algo pensó, el caso es que ante el escándalo del pueblo lo recibió y habló con él, y lo escuchó decir que él no tenía culpa, y luego se oyó a sí misma decirle que no era culpable. “¿Me perdona?”. “Sí”. Regresó a los pocos días. “Sé que no tiene a nadie, señorita, y que vivía del trabajo de su padre. Me han dicho que ahora pasa necesidad.  No quiero ofenderla más de lo que la he ofendido, pero…”. No terminó la frase. Antes de salir apresuradamente, como huyendo, dejó algo sobre la mesa. Eran unos billetes. Los guardó. Una semana después, al terminar la misa de 8, el padre Lucho la llamó a la sacristía y le dijo: “Juan quiere hablar contigo. Escúchalo y haz lo que tu corazón te diga”. Esa tarde el hombre que mató a su padre le pidió que se casara con él. “Quité hombre y ofrezco hombre”. No necesitó consultar a nadie. Hizo lo que su corazón le dijo y aceptó el ofrecimiento. La boda fue casi en secreto, de madrugada, sin más testigos que los testigos. Pero se supo, claro. Se le acabaron las amigas. Nadie la saludaba cuando iba por la calle, y en la iglesia la gente se cambiaba de lugar cuando llegaba ella. De nada sirvió que el cura dijera un sermón intencionado en el que habló de perdón, de amor al prójimo. El pueblo dictó sentencia y la condenó por traidora a le memoria de su padre. ¿Cómo pudo unir su vida a la del asesino del que se la dio? Y no podía decir la verdad. No podía decir que se casó con aquel hombre para tenerlo al alcance de su venganza. Para eso, para vengarse de él, le sacrificó su virginidad. Para eso se le entregaba cada noche. Para eso le hacía de comer, y le lavaba la ropa, y lo oía cuando él hablaba, y callaba cuando callaba él. Para eso se hizo su mujer: para poder matarlo. Pero algo sucedió que estorbó su venganza. Se enamoró de él. Era hombre bueno. La quería; la respetaba; la trataba con cariño. Y lo deseaba. Sintió vergüenza cuando se dio cuenta de que esperaba con ansia la llegada de la noche para tenerlo con ella, pera tenerlo en ella. Y no era sólo el cuerpo el que lo aguardaba: era también el alma. Con el cuerpo gozaba sus caricias; con el alma disfrutaba su presencia. Supo entonces que lo amaba. Una tarde que estaba sola sacó el retrato de su padre, que guardaba en secreto, y le pidió perdón por amar a su asesino. Y entonces le sucedió algo extraño. Le pareció que su padre, que en retrato tenía la mirada perdida en el vacío, ahora la miraba fijamente. Esa noche él despertó al sentir un punzante dolor en el cuello. Abrió los ojos y vio la almohada llena de sangre, un chorro en cada latido del corazón. Frente a él estaba la mujer. Tenía en la mano la navaja de afeitar de su padre. Lo último que el hombre oyó fue esto. “Te quiero mucho, pero…”… FIN.

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