Cuando en Colombia hemos empezado a ver las imágenes de campesinos e indígenas mexicanos organizados como autodefensas, un escalofrío corre por el torrente circulatorio de nuestra memoria colectiva. Lo que comenzó en mi país como un instinto de supervivencia de comunidades pobres asediadas por terratenientes, terminó en una guerra de más de 50 años con las FARC. Más tarde, lo que parecía una legítima reacción de ganaderos hastiados por el secuestro y la extorsión de la guerrilla, se degeneró en ejércitos privados al servicio de las rutas del narcotráfico. Y en medio de unos y otros, cientos de miles de colombianos perdieron la vida y otros muchos más llevan heridas inborrables en su alma que van a perdurar varias generaciones.
Las democracias le entregan las armas a sus fuerzas armadas y a sus policías por dos razones fundamentales: porque están sometidas a los gobiernos civiles elegidos por el pueblo, por un lado, y porque responden ante las leyes que nos hemos dado colectivamente, por el otro. Si aquélla no se da, estamos ante una dictadura. Si ésta no se presenta, estamos ante una anarquía.
Pero las autodefensas son organizaciones armadas para defender un interés privado, así sea étnico o religioso, que terminan apropiándose de funciones de Estado en el plano local, sustituye a las autoridades democráticamente elegidas y su existencia termina sucumbiendo ante la necesidad de apropiarse de alguna economía ilícita. Si los intereses particulares o privados encuentran cualquier tipo de legitimación —y la tentación de hacerlo existe más aún cuando se trata de comunidades pobres— se comienza a parcelar el Estado y también la idea de nación.
Nosotros nos vimos forzados a realizar un proceso de paz con las autodefensas para desmovilizar 30 mil combatientes: las negociaciones, en ese sentido, fueron exitosas y la disminución de las tasas de homicidio fueron una realidad en Colombia. Pero ocurrió lo que nos temíamos: muchos de ellos se vincularon a bandas criminales dedicadas al microtráfico local y algunos más avezados han intentado convertirse en “señores de la guerra” con control de barrios o poblados. Y aún no hemos logrado lo que pretendíamos con la entrega de las armas a cambio de unas penas más benignas: que contaran la verdad de las masacres y homicidos, y pudiéramos encontrar los miles de desaparecidos y reparar moral y económicamente a las familias de las víctimas. Nos queda otro tanto con las FARC y el ELN, y no sabemos bien qué va a pasar con los 10 mil niños y niñas de esas organizaciones.
A nosotros nos funcionó las campañas masivas para incorporar a nuestras filas hombres y mujeres de las mismas etnias de aquellas comunidades indígenas que eran proclives a organizarse con cuerpos armados propios, para que ellas sintieran una fuerza pública que entendía sus costumbres y su cultura. Estructuramos una estrategia de “soldados campesinos” oriundos del lugar donde eran apostados, para que se reforzara la relación de la comunidad con sus militares y así no los sintieran como invasores. A personas con liderazgo en los barrios y pueblos se les dotó de celulares con comunicación directa con las fuerzas policiales, lo que llamamos “red de cooperantes”, lo cual se constituyó en la mejor fuente de información para prevenir las acciones delincuenciales.
La sociedad mexicana no debe darle ninguna legitimidad política a las autodefensas, por más imperfecta que sea su democracia, como lo son todas: como lo dice con agudeza Jesús Silva-Herzog, la política siempre llevará las marcas fastidiosas de la fuerza, el azar y el conflicto, tercos aguafiestas de la perfección. Y la comunidad internacional no debe verlas con ingenuidad y complacencia, pues es un tremendo monstruo el que se está incubando.
Y la verdad, no es que nosotros los colombianos sepamos si hay un sólo camino. Pero a nuestros hermanos mexicanos tenemos la obligación moral de contarles de las espinas que encontramos en el que escogimos.
*Ex viceministro de Defensa de Colombia