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Del amor a Polonia y la agresión a mexicanos

Superiberia

Uno de los países más amados por mí es sin duda Polonia. Conocí Varsovia por Sergio Pitol, que vivía allá trabajando en la embajada de México. Mi impresión fue como el golpe de la ola; me descubrí anonadada adorando como quien dice todo: ciudad, aire, nieve, frío, camas con edredones, vodka helado a litros, club de periodistas lleno de humo y de ricuras, flores envueltas como niñas en papel celofán, la promenadecada tarde con ese otro amor amistoso y entrañable que fue Edmund Osmandczyk, gran periodista y diputado polaco en cuya memoria estaba el momento en que entró con algunos rusos al despacho de Hitler, todavía con su papel membretado y ominoso, terrible, un bote con la etiqueta que decía ZYKLON, los gases asfixiantes usados para matar a millones de seres en el exterminio final. Las víctimas duraban 15 minutos faltándoles el oxígeno y con horribles sensaciones de miedo y vértigo. Las cámaras de gas en Auschwitz me marcaron para siempre. Osmandczyk vivía con su mujer Jolanta y su hija Beata en un departamento divino con vista a un río. Allí íbamos a cenar con ellos el arroz mexicano con mole, y es que sus años entre nosotros también fueron tatuaje en sus almas buenas. Con Edmund llorábamos de lo que nos contaba (su primera mujer, embarazada, despidiéndose de él desde un tren rumbo a la muerte…) y nos carcajeábamos de veras jugando con la felicidad que da ser tan jóvenes todos, Sergio, Luis Prieto, otro Edmundo viajero y su atolondrada escribana.

Nosotros los mexicanos tenemos el honor de haber recibido a los refugiados republicanos españoles, a los refugiados chilenos, y en 1943 a 30 mil polacos. Larga historia que contaré alguna vez. Hay fotografías conmovedoras de los niñitos polacos, todos güeros y muertos de risa (muertos de risa…) en una casa llena de ventanas y flores, bajo el cielo casi intolerablemente azul de mi tierra guanajuatense. Esos escuincles dichosos, después del infierno nazi en su patria, se quedaron aquí, fundaron sus familias, son nuestros, comen cecina en los restaurancitos de Santa Rosa igual que todos nosotros tíos y primos. Ahorita mismo salivo como mis perros de imaginar las delicias de ese lugar tan europeo y de clima helado. Brindan con tequila, ya de grandes, quizás ancianos, junto a los bisnietos que nunca nunca sintieron hambre. Como la mayoría de los polacos, son católicos, han de rezar igual que los míos y cantar el himno nacional letra a letra, y encorajinarse y luchar si la política es adversa al ideal libertario que traen en el corazón…

Esos son los polacos que conocemos, Polonia es el país encandilante de hermosura; su historia se parece a la nuestra. La reedificación de ciudades de ellos, destruidas por las bombas alemanas, y de nosotros en diferentes revoluciones alucinadoras de los antepasados que nos hicieron. En una playa de Polonia, unos racistas asquerosos y cobardes golpearon sin piedad a marineros mexicanos que descansaban en su día franco cerca de su barco atracado frente al país visitado en pro de amistad y paz…

Nuestros mexicanos fueron agredidos, ¿por el color de la piel, los ojos negros, el pelo igual?  No se entiende. No entiendo. Es una vergüenza incalificable. Nomás compare.

                *Escritora y periodista

                marialuisachinamendoza@yahoo.es

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