Por: Catón / columnista
“No sé, sobrino, por qué te gusta tanto oír mis aventuras amorosas. ‘Eróticas’ las llamas tú, pero has de saber que no puede haber erotismo sin amor. El erotismo, Armando, no es una técnica: es una caricia hecha por partes iguales de imaginación y alma. En lo erótico interviene el cuerpo, claro, pero si el espíritu no lo acompaña entonces ahí no hay erotismo: hay nada más mecánica. Ahora no entiendes eso, pues por tu edad tienes mucho cuerpo y muy poca alma, pero algún día comprenderás lo que te digo. Mira: si esperas aprender algo oyendo el relato de mis experiencias estás muy equivocado. Nadie aprende a amar con los amores de otro. No faltará quien te diga aquello de que todas las mujeres son iguales. Si alguien te lo dice es porque no sabe nada de mujeres; en el abecedario femenino jamás pasó de la a. Cada mujer, entérate, es la primera de la creación. Todas deberían llamarse Eva. Yo siempre estuve en perpetuo asombro ante ellas. Aun la más común me reservaba una sorpresa; hasta la más corriente llevaba en sí un misterio. Pero no vienes a oír disquisiciones; vienes a que te cuente el cuento de mi vida. Hoy te hablaré de Inés. Desde luego no se llamaba así. Más adelante sabrás por qué le asigno el nombre. Fue mi novia cuando éramos muy jóvenes y teníamos ilusiones. Como teníamos ilusiones, que son poesía, nunca tuvimos relación carnal, que habría sido prosa. Un día me dijo de repente: “Ya jamás volveremos a vernos”. Le pregunté por qué, y calló. Pasó quizás un año. Una tarde vi un grupo de novicias que iban, la vista baja, las manos ocultas en las mangas de los azules hábitos, camino de la catedral. Entre ellas estaba Inés. ¿Puedes creerlo, Armando? En este momento mi historia te parecerá cursi, como alguno de los poemas que venían en ‘El declamador sin maestro’. Pero déjame quitarle la cursilería. Cuando menos lo esperaba, Inés me llamó por teléfono. La superiora de la Orden le había dado unos días para que se despidiera de su familia. Quería verme. Y aquí viene lo del misterio y la sorpresa. La sorpresa fue que me pidió que la llevara a mi departamento. Ahí me contó que había decidido entrar de monja porque no quería sufrir por causa de los hombres lo que había sufrido su mamá con su padre y su hermana con su marido. Su decisión se fortaleció al ver una película llamada “Las campanas de Santa María”. Le pareció que la vida en un convento era muy grata. Y ahora viene lo del misterio. Me dijo: “Ya que voy a renunciar a los placeres del mundo quiero saber exactamente a qué estoy renunciando”. Y al decir eso empezó a desabotonarme la camisa. Dime si esto no le quita toda cursilería a la historia. Hicimos el amor como si ella no se acordara del convento ni yo me acordara de que estaba con una futura esposa del Señor. De ahí el nombre que le puse: Inés. Así se llamaba la novicia del Tenorio. No vayas a pensar, sobrino, que me siento un Don Juan. Eso sería vulgaridad inaguantable. También sería vulgaridad decir que Inés renunció a ser monja por causa de aquello que vivió conmigo. Seguramente lo hizo porque no tenía verdadera vocación: una película y las malas experiencias habidas en la familia no son razones suficientes para entrar en la vida religiosa. Te conté esto para que sepas que cada mujer es un misterio; que todas están llenas de sorpresas. Lo único seguro que de ellas puedes esperar es lo inesperado. Te lo digo, Armando, no para que estés preparado -en esto no hay preparación que valga-, sino para que moderes tu asombro cuando el misterio y la sorpresa lleguen a tu vida. Yo, que te triplico la edad, aún estoy sorprendido por las sorpresas que la mujer depara, y arrobado ante su misterio”… FIN.