Por: Alfonso Villalva P. / columnista
¡Fritanga dijo la changa! Y con ese grito de guerra, durante aproximadamente tres días, prácticamente no hubo rincón de la postmoderna Tenochtitlán que no compartiera -entre variados, perfumados y salados también- olores de pambazos, tostadas, quesadillas (de queso y de otros chilangos rellenos), sopes, huaraches, charales en tamal. Puestitos establecidos, reconocidos. Puestos improvisados. Mesas comunitarias.
Alrededor de una imagen venerada y milagrosa. No sólo en la Basílica sino en toda la ciudad. Una imagen por doquier. A veces artística, otras francamente deplorable y dantesca en su aspecto artístico, pero adorada igualmente y, bendecida, en algún ritual sacro en otro 12 de diciembre, o en alguno más pedestre en cualquier día del año, por las manos de algún cura de sotanas oscuras y raídas, o como la de aquellos otros príncipes de la Iglesia que contrastan su alegado voto de pobreza con bordados en seda, hilo de oro, anillo pastoral de 24 kilates.
No sé tú, pero a mí a veces me parece que esta idea de megalópolis sofisticada y vanguardista es un frívolo cliché, pues en realidad somos un pueblo gigante. Un pueblote de veintitantos millones de gargantas, de almas, de panzas apretadas por el estrés y la zozobra de regresar vivos a casa por la noche.
Ríos y ríos de personas peregrinando al Tepeyac, o a la banqueta donde se encuentra la imagen enmarcada en un nicho de mampostería, o en su templo de barrio, o bajo los barrocos monumentales del Centro Histórico. En bicicletas y camiones de redilas. Desde Toluca, Guadalajara, Izúcar o Cholula. Corriendo o caminando. Con nopales amarrados a la espalda a la altura de los riñones, en las rodillas.
Mi sufrimiento por la sanación; a cambio de un milagrito… y mi moneda de a diez de rigor, o el ventilador (20 pesitos) para cooperar con la causa de una mitra que asegura que mi cooperación monetaria contribuye a la salvación del alma. Solitos, o en colectivo también: los payasos para que no falten risas; los mariachis para que haya serenatas, los “vieneviene” para conjurar la amenaza de los parquímetros.
Mi sangre por una chamba, un aumentito o un aguinaldo más robusto. Por la desaparición del tumor maligno en el páncreas de mamá, por la sobriedad de papá, para que permanezca o aparezca. Por la parálisis infantil o la espina bífida de la niña, el labio leporino del sobrino, la maldita pobreza que se agudiza año con año. Por la pareja ideal de la tía Malvina -la solterona-, porque el tío Nacho le pare ya a dejar hijos regados por doquier, porque papá deje de abofetear a mamá…
Exvotos animados, vivientes, sangrantes, sudorosos y apestosos. Con un huarache en la mano, encopetado de nopalitos y cueritos fríos. Pelos arrancados, figuras de piernas, brazos, corazones, trocitos de tela o de papel… Todo dentro de los aromas de las gorditas de nata, de los churros con azúcar, el champurrado y el atole de guayaba.
La Morenita del Tepeyac sí existe. Y olvídate de las teorías de conspiración que la describen como un “remake” de Tonantzin, o un invento de los frailes dominicos para apaciguar el ánimo ladino de los Nahuas, o la sofisticada mercadotecnia del Vaticano. Olvídate de los oportunistas que se montan en la veneración popular para lucrar en metálico, en sufragios o en manipulación malsana. Olvídate de los chinos que la registraron como marca comercial.
Sí existe, punto. En esa realidad sociológica que anima el alma que habita tras tantos millones de pares de ojos negros que sacrifican, prometen, justifican, lamentan la suerte de su destino en un azar inescrutable atribuido a una divinidad popular, colectiva, laica y sobrenatural.
Eres guadalupano o no. Como un gentilicio, algo que sobrepasa religiones, creencias, negaciones, y posturas dogmáticas, incluso pragmáticas.
El santo cívico de los mexicanos que le reconocen la firma de su carta de naturalización en la religión impuesta a la idolatría milenaria que cobra vida en el metro, en la burocracia, en el periférico. En tus chales, tus neles, tus netas y todas tus supersticiones.
La Virgencita que desafía todas las negaciones historicistas, las fantasías eclesiásticas, las afirmaciones progres de los hipsters, pues cada 12 de diciembre ocupa el lugar en la vida real de millones que le atribuyen ese poder de hacer algo por sus vidas, de cambiar las circunstancias que en general son imbatibles por razones de injusticia, discriminación, abuso, incapacidad u holgazanería clavada. De cambiar lo que esta masa amorfa que animamos tú y yo, no hemos estado dispuestos a cambiar, con un par y harto trabajo.
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