Por: Catón / columnista
“Te lo he dicho muchas veces, Armando: las mujeres son muy raras. Lo sé bien, porque si alguien las desconoce soy yo. Con docenas de ellas he tenido trato íntimo, y a ninguna entendí jamás. Decir que la mujer es un misterio es un lugar común, pero no por eso la afirmación es menos cierta. El hombre más sabio de la Tierra podrá descifrar el universo, y sin embargo, no sabrá por qué su esposa llora de repente sin motivo. Sin motivo para él, porque ella tendrá muchas razones para el llanto, aunque esas razones sean todas irrazonables. Te pondré un ejemplo para que veas lo raro que las mujeres son. Yo era joven. Tendría quizá tu edad. Y a esa edad, sobrino, perdóname que te lo diga, es uno un majadero. En una fiesta conocí a una señora de buena sociedad. Entablé conversación con ella, y como rió alguna de mis ingeniosidades, y se interesó en saber algo de mi vida, pensé que había ahí una oportunidad. Lo cierto es que solamente estaba siendo amable con aquel mozalbete que era yo. Hablamos de un novelista que nos gustaba a ambos, y le pregunté si tenía la última obra que había publicado. Me dijo que no, y me ofrecí a regalársela. Le pedí su dirección para llevársela ahí. Me la dio con naturalidad. Al día siguiente le llevé el libro. Me invitó un café. La criadita que nos lo sirvió era muy linda. En aquellos entonces yo también tenía lo mío. A espaldas de su patrona me miró y esbozó una sonrisa que era toda una promesa. Al retirarse puso en ejercicio el poderoso imán que por instinto emplea la mujer para atraer a un hombre. Pero yo no iba por ella: iba por la señora. Y ahí sí, Armando, me topé en pared. Cuando empecé a decirle con palabras que pretendían ser galantes, pero que en verdad eran torpes, que su belleza me había impresionado, que no había podido dejar de pensar en ella, etcétera, su actitud amable se volvió frialdad y extrañamiento. Acortó la visita; me dio las gracias por el libro y se puso en pie para despedirme. Ni una sonrisa al llevarme a la puerta, y desde luego ni un imán. Me cerró la puerta con movimiento brusco. En el jardín estaba la criadita. Yo iba despechado y ardiendo en deseo de la carne. Le pregunté si podía verla aquella noche. Respondió sin más: ‘Lo espero en el parque a las 9’. Ahí empezó lo que esa misma noche acabó donde tenía que acabar: en su cama. Dormía ahí mismo en la casa, pero conmigo, claro, no dormía. A media noche me escurría en su cuarto por la puerta de servicio, que se volvió para mí puerta del paraíso. Los dos éramos muy jóvenes, y aun así nos impartíamos lecciones de sexo el uno al otro. Ella -no me apena decírtelo- tenía más imaginación que yo. A veces me sorprendía con sus invenciones. Lo único que procurábamos era no hacer ruido. ‘No se vaya a despertar la señora’ -me decía ella. Una noche la señora se despertó y nos halló en la cama. Al día siguiente despidió a la criadita. Y aquí viene lo que te decía, Armando, acerca de nuestra incapacidad para entender a las mujeres. Ese mismo día la señora me buscó -no sé cómo averiguó mi teléfono- y me citó en su casa. Me dijo con enojo: ‘¿Qué tiene ella que no tenga yo?’. Y ahí empezó lo que en ese mismo momento acabó donde tenía que acabar: en su cama. Dime si entiendes eso, Armando, porque tu tío Felipe no lo entiende. No lo entendió entonces, cuando era joven, ni lo entiende ahora que ya es viejo y se supone que los años y las experiencias le enseñaron algo. En ese tema, el de la mujer, a mí no me enseñaron nada. Y a ti tampoco te lo enseñarán, créeme. Tomando en cuenta eso, querido sobrino, mejor cambiemos de conversación. Hablemos de otra cosa. De Dios, por ejemplo. A él sí lo podemos entender”… FIN.