Por: Alfonso Villalva P. / columnista
A los hermanos que han terminado en una fosa clandestina
Usted sabrá perdonar, señor diputado que dice representarme. Sabrá perdonar, confío, si es que las siguientes líneas faltan de manera alguna a las leyes de la gramática, la sintaxis, la caligrafía o, especialmente, las del buen gusto. Verá, nunca he sido bueno para escribir –de niño acumulé más tardes que nadie con orejas de burro en un rincón del aula en la que cursábamos la primaria y leer, lo que se dice leer, pues salvo la prensa de deportes y las revistas de espectáculos con monitos, no más-.
Si a mis carencias lingüísticas agregamos que este no es el momento preciso para escribir décimas o sonetos, pues la cosa empeora. -La mano me tiembla mucho…, no entiendo nada. Hace mucho frío aquí, siento un frío increíble. Nunca habría imaginado que el miedo también provoca frío y la desolación de un sitio como éste, una vulgar fosa clandestina, aún más.
Yo no soy de Michoacán, ni de Morelos, y mucho menos de Sonora. Tampoco de Veracruz, ni de Yucatán. Quizá, para efectos prácticos y mejor entendernos, así, sin prejuicios, soy de todo México.
Mi carta de naturalización de barrio me permitiría ubicarme en cualquier circunscripción geográfica de la República, y, seguro, pasaría desapercibido –bueno, casi, si no fuera por los chidos, ñeros, varos, chales, y demás expresiones coloridas que me salen a flor de labios, y me dan un aire achilangado que hay que ver-. Soy, lo que Pedro Infante hubiera llamado, un hijo del pueblo.
Mi padre no fue nadie que haya dejado huella, y el mérito de mi madre consistió en parir en más de ocho ocasiones, y mantener disponible una mano tibia que siempre tocó nuestras mejillas. Sí, soy banda, y he pasado las de Caín abriéndome paso por la vida en la calle. Mercando cuanto trebejo estuviese disponible, haciendo chambitas, enamorando a la primer muchacha que se atravesara en mi camino. No habré de ser objeto de admiración jamás. He embarazado a tres y las he dejado, con total desvergüenza, abandonadas a su suerte con el gravamen adicional de alimentar una boca chillona, igual que la mía.
Soy banda, y me he batido a puño limpio, he sido parte de la broza que saliendo de un partido de fútbol se carga un autobús y varios cristales de los comercios cercanos, solamente para sacar la frustración, para recordarle a la sociedad exquisita y bien acomodada, que estamos vivos, aunque solamente nos utilicen como carne de cañón, aunque crean que no nos damos cuenta que sus promesas incumplidas tienen el emblema del cinismo; porque no importa si es con alzacuellos, con colores partidistas, con el vergonzante disfraz de los autonombrados intelectuales, el fuero constitucional como el suyo, compañero diputado, o las joyas ostentosas y soeces de las señoras de sociedad: todos nos dijeron que estarían allí para nosotros, que se la rifarían, vaya, por nuestra gente. Sí, lo dijeron…
Yo hubiera preferido de otro modo, pero si no hay condiciones, la única opción es a madrazo limpio. Tengo muchas cicatrices acumuladas por las peleas callejeras que me han enseñado, cada una de ellas, alguna lección para sobrevivir. Sí, lo confieso, peleo por pervivir aunque sepa de antemano que mi destino será inalterable, que lo nuestro se reduce a eso: mantenerse vivo hasta que la pelona venga por uno, así, sin proyectos, sin aspiraciones, tener algo para llenar la panza y seguir respirando. A pesar de ello puedo garantizar que sí, soy leal como el que más, y nunca le quité la vida a nadie, nunca golpeé por la espalda, nunca he merecido ir a prisión.
De cualquier manera, estoy convencido de que poco le importará a Usted compañero diputado, sobre todo en estas lamentables circunstancias. El miedo hace que me sienta muy triste. En las últimas horas he pensado mucho en mi madre, en mis hijos, en las madres de ellos y en mi papá. La verdad, me hubiera gustado vivir diferente, me hubiera encantado tener propiedad privada y llegar del trabajo muy encorbatado a recibir el abrazo franco de mi descendencia. Me hubiera gustado sentirme elegido, arropado, perteneciente. En fin.
La temblorina. Sí. Esto es algo muy extraño. No es la maldita abstinencia al cigarro y a las pastillas que acostumbro para sentirme bien. Tampoco es el hecho de estar mojado merced a que las necesidades más elementales las resolvimos, antes de ser arrojados al fondo de la fosa, sobre nuestros propios cuerpos. Todos los de aquí. Hombres y mujeres. La verdad nadie se atrevió a hablar. Nadie dijo siquiera su nombre propio. Nuestros ojos se encontraron, se untaron unos con otros, y dijeron mucho más de lo que la lengua pudiera expresar mientras nos tapaban con dos metros de tierra encima.
No sé porque me acordé de que cuando era niño, en la tele pasaron un reportaje, algo de los Nazis, dizque el Holocausto. No entendí muy bien, pero recuerdo imágenes parecidas a lo que mis incrédulos ojos contemplan aquí. Personas asustadas, que de tanto llorar, ya ni lágrimas tenían; hacinadas, amontonadas, orinadas, encerradas, asesinadas en una fosa común y vulgarmente clandestina. Como esperando algo desconocido, ominoso, terrible.
Les decía que la temblorina tiene más que ver con un sentimiento inédito. No es cobardía, pero el miedo hace que se me hagan chiquitas las tripas dentro de la panza. Duele estar asustado. Tengo frío…
Nadie nos dijo por qué nosotros. Yo solamente recuerdo haber sentido el plomazo en el cráneo que desde la retaguardia me dejó fuera de combate. Después, solamente fue la oscuridad, el movimiento dentro de lo que parecía una caverna -una fosa, sí, una fosa-. El costalazo cuando me aventaron en este hoyo lleno de otras gentes que como yo, sin saber nada, solamente atinaba a sorber la sangre de las heridas de la cara y los mocos de las narices en su agonía. Sí, a unos los enterraron vivos. Apesta a infierno. ¿Será que a eso olerá Belcebú?
Lo que sí está claro es que desde aquí aún se escuchan golpes sordos, huesos que se quiebran, diafragmas que aprietan para que salga por la garganta sangre y bilis como fuego. Los lamentos ya sin fuerza, los insultos y las risotadas de los de allá afuera, los ejecutores, compañero diputado, y quienes voltean la mirada complaciente permitiendo y fomentando la criminalidad-. ¿Cómo me puede pasar esto a mí? ¿Cómo pueden salirse con la suya estos bastardos? ¿Cómo? Si para eso está el compañero diputado que juró legislar para protegerme. ¡Que alguien traiga a mi Gobierno para que nos salve, por favor!
Perdone por escribirle a Usted compañero diputado que hoy frívolamente anda votando la ley de seguridad interior sin una pizca de conocimiento de lo que le pasa en realidad a un mexicano como yo que, sin culpas ni causas, habita ahora al fondo de una de las miles de fosas clandestinas que abarrotan el territorio nacional. Perdone compañero diputado por interrumpir la paz de su consciencia, por importunarle con mis miserias en contraste a su opulencia arrancada del erario. Perdone si lo que aquí escribo suena extraño a su normalidad burguesa.
Esto es muy confuso. Nadie me protegió. Pero lo que exige la razón es rezar porque los nuestros salven el pellejo como sea. ¡Nos iban a matar! ¡Nos mataron, compañero diputado! ¡Por Dios!
¡Carajo! ¿Dónde estará a estas alturas el señor ese por quién vote? El que me dijo que conforme a la Constitución estaba garantizada mi seguridad; que él se encargaba, vaya, que yo solamente le tenía que entregar mi credencial de elector y listo. ¿Dónde está él y la madre que lo parió? Que venga ahora para evitar que a estas mujeres, a estos hombres y a mí, nos manden al infierno estos malnacidos que actúan de manera organizada y que ni siquiera tuvieron la mínima motivación para explicarnos por qué. ¿Por qué a nosotros? ¿Por qué a mí?
Tiene Usted razón compañero Diputado, a quién le importa ya. Ahora a Usted le corresponde acomodarse con el candidato nuevo, éste de las credenciales impecables, para garantizar bienestar e impunidad para los suyos.
Quédese tranquilo, compañero Diputado. Pero lo juro, nada más salga de ésta, lo juro de verdad, le voy a llamar a mi mamacita. Le voy a pedir perdón a mis hijos. Voy a regresar a la escuela. Trabajaré muy duro y le aseguro a Usted, compañero Diputado, que nunca, en lo que me quede por vivir, le vuelvo a dar mi credencial de elector a nadie.
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