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Lo supe por boca de mi padre

Superiberia

 Por: Catón  /  columnista

“Aquella hermosa mujer tenía su esposo. No obstante eso, a veces su pensamiento se le iba tras otro hombre de quien en su juventud estuvo enamorada. Cuando tal cosa le sucedía, los pasos de sus pies y de su alma la llevaban a la capilla, y ahí oraba ante el altar. Las lágrimas que le asomaban a los ojos le parecían pecado, y por ellas pedía perdón a Dios Nuestro Señor. Lo que te voy a contar, Armando, sucedió el siglo antepasado. Lo supe por boca de mi padre, y él escuchó la leyenda de labios de su abuelo. Leyenda, dije, pero quizá fue sucedido real. A mí pocas cosas me conmueven, sobrino, tú lo sabes, pero esa historia me ha conmovido desde que por primera vez la oí. Imagina tú a una hermosa joven que apenas ha dejado de ser niña. Maximiliano, el rubio príncipe –así dicen de él todos los poetas-, es coronado emperador de México. A fin de dar marco a su reinado -¡qué efímero reinado!- quienes han conocido las cortes europeas inventan apresuradamente una corte mexicana formada por caballeros y señoras de la mejor sociedad criolla. El emperador otorga títulos y dignidades; personalmente diseña los uniformes de su guardia, y preside con Carlota las solemnes ceremonias y lucidos saraos de la corte. Todo lo del Imperio es como un sueño. De ese sueño la desdichada mujer pasará al de la locura, y quienes lo soñaron despertarán bruscamente a una trágica realidad con los disparos de los fusiles que en Querétaro segaron la vida del emperador. Pero eso será después. Esta noche hay un baile. En él las más bellas damitas de la capital le serán presentadas a Sus Majestades. Una por una pasan ante el gallardo Habsburgo y ante la  emperatriz, y les hacen la estudiada reverencia que el jefe del protocolo les ensayó días y días. Entre las agraciadas jovencitas una atrae poderosamente la atención de Maximiliano, que le dice en francés algunas palabras de encomio a su belleza y a su gracia. Ella entiende el elogio. Conoce la lengua en que el emperador habló, pues ha sido educada desde la niñez por una institutriz francesa. Se ruboriza levemente –apenas ha dejado de ser niña- y agradece con timidez los cumplidos de Su Majestad. Al retirarse siente sobre sí –ya es mujer- la mirada de hombre con que el Emperador la sigue. Ahí comienza la leyenda. O ahí la historia comienza. La muchacha se ha enamorado perdidamente de Maximiliano, y el emperador quedó prendado de ella. Días después la busca y la hace suya en un paraje solitario del bosque de Chapultepec. Ella se le entrega dócilmente, mansamente, como entregarse a un sueño. Ése fue su único encuentro, que conocemos por una carta de amor que él le envió. A poco sobreviene la tragedia. A Maximiliano le es arrebatada la existencia. Su enamorada decide que nunca habrá en su vida otro hombre. Ingresa como novicia en un convento, y al cabo de algún tiempo hace sus votos. Esto es, se desposa con Nuestro Señor. Lleva en su dedo el anillo de casada. Y sin embargo a veces su pensamiento va tras el hombre al que se rindió en cuerpo y en alma. Entonces llora por él, no como religiosa, sino como mujer que derrama lágrimas por un perdido amor. La historia se conoce cuando después de su fallecimiento aquella carta, mil veces leída, es encontrada en su celda. Tú me conoces bien, Armando, y sabes que no soy dado a sentimentalismos.

    Aun así comparo los amores que he tenido con ese amor que siguió vivo después de la muerte, y pienso que a lo mejor no he conocido nunca el verdadero amor. Pero no me hagas demasiado caso. Lo que te he contado quizá no sucedió nunca. Y lo que tu tío Felipe te cuenta acerca de sus aventuras amorosas, eso sí sucedió”… FIN.

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