México a punto de despertar. México a punto de avanzar. Un país listo para pactar, negociar, proponer reformas y aprobarlas. Un país que ya no quiere ser rehén de tradiciones arcaicas y prácticas arraigadas. Un país listo para dejar atrás el enfoque patriótico sobre el petróleo, la posición hiper-sensitiva sobre la soberanía, la justificación nacionalista sobre los monopolios. Según Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín, en su artículo “Mexico’s Age of Agreement”, publicado en la revista Foreign Affairs, el alma nacional va a cambiar. Enrique Peña Nieto la va a liberar.
Porque -según los autores- México está evolucionando rápidamente, está dejando atrás su pesado fardo ideológico. Está dispuesto a remontar 15 años de pocas reformas y poco crecimiento. Está dispuesto a asumir un “nuevo consenso nacional” que no existía colectivamente sino hasta ahora. La mayoría de los mexicanos están de acuerdo en el poder del voto, en la importancia de la rendición de cuentas, en el combate a la corrupción. Creen que los derechos humanos deben ser protegidos, que la cultura de la impunidad debe ser eliminada, que la inequidad social debe ser atacada, que los oligopolios deben ser combatidos. Los mexicanos se han vuelto exigentes, demandantes, conscientes, demócratas.
Ya rechazan el viejo paradigma del nacionalismo revolucionario. Y aunque la elección fue aguerrida y el resultado contencioso, de acuerdo con Castañeda y Aguilar Camín, la campaña presidencial reveló la profundidad del acuerdo nacional. Evidenció el tamaño del consenso colectivo. El futuro parece prometedor y México está en el umbral de aprobar reformas largamente pospuestas e históricamente rechazadas. México ha dicho adiós al autoritarismo y no necesita temer su resurgimiento. Hay razones para el optimismo, dicen: el PRI quizás no se ha reinventado del todo pero México sí.
Peña Nieto fue electo por la población y no designado por el dedazo; no cuenta con una mayoría en el Congreso; el PRD sigue controlando el Distrito Federal; el nuevo presidente tendrá que co existir con una maleza de instituciones como el Banco de México, el IFAI, la Cofetel, la Comisión Federal de Competencia, una Suprema Corte que le hizo la vida imposible a Vicente Fox y Felipe Calderón, unos medios más libres, una sociedad civil más vibrante. Para bien o para mal, el gobierno ya no puede hacer lo que se le da la gana.
Y por ello, predicen los autores, el PRI se verá obligado a cumplir las promesas que hizo y a empujar las reformas que ofreció. El PRI y el PAN lo harán juntos, a pesar de la oposición del PRD. Crearán una mejor policía y reducirán el papel del Ejército. Crearán una Comisión Anticorrupción. Evaluarán a los maestros. Eliminarán las exenciones fiscales. Le darán autonomía al Ministerio Público. Están de acuerdo con abrir Pemex, crear asociaciones público-privadas para invertir en infraestructura, inaugurar un sistena universal de protección social. Los priistas y los panistas comparten una agenda que pueden enarbolar; coinciden en una plataforma que quieren hacer realidad; escriben juntos una nueva narrativa.
Al leer este diagnóstico y el futuro promisorio que augura, dan ganas de creer que es cierto. Dan ganas de pensar que Castañeda y Aguilar Camín tienen razón. Dan ganas de apostar que las reformas serán aprobadas y las resistencias serán vencidas. Pero cabe la pregunta obligada: ¿y si el pronóstico de los autores está más basado en “wishful thinking” -en lo que ambos quisieran ver- que en la realidad circundante? Ambos asumen que las reformas que el país necesita no han ocurrido por la falta de consenso entre la clase política y lo único que ha faltado es una visión común y una voluntad compartida. El problema con este argumento es que minimiza la complacencia de la élite política y económica con el statu quo. Subestima las ataduras con las cuales Peña Nieto llega a Los Pinos y cuan acorralado gobernará. No le da el peso suficiente a los compromisos que el mexiquense adquirió con los poderes fácticos y cómo buscarán acorralarlo. Presupone que Peña Nieto tendrá tanto el poder como la voluntad de encarar a los intereses que lo encumbraron.
Para emprender el proceso de “Peñastroika” que algunos auguran y otros quisieran ver, el nuevo presidente tendría que desarticular los intereses que lo llevaron al poder. Las televisoras. La gerontocracia sindical. Los monopolios empresariales. Las bases corporativas del PRI. Todos los cómplices del capitalismo de cuates que el priismo engendró y del cual sigue viviendo. Todos los “centros de veto” que impiden el regreso de una presidencia omnipotente pero también sabotean la posibilidad de una presidencia eficaz. Es cierto, México necesita una narrativa creíble de futuro. Pero para poder escribirla el PRI tendría que dejar de ser lo que ha sido y el PAN tendría que convertirse en lo que nunca ha logrado ser. Partidos capaces de plantar un nuevo paradigma sobre la necesidad de crecer y prosperar. Y al frente de ellos, un presidente con la voluntad de reformar a pesar de las presiones para evitarlo.