Por: Catón / columnista
Me preguntan mis cuatro lectores cómo hago mis libros. Respondo: “Busco primero el título y la dedicatoria. Lo demás se hace solo”. Por ejemplo, ya tengo el nombre de mi próxima obra. Se llamará: “Teologías para ateos”, y su dedicatoria dirá así: “A los que creen, porque creen. A los que no creen, porque creen que no creen”. Siempre he cuidado mucho las dedicatorias de mis libros. La del primero que escribí decía: “A mis padres, naturalmente”. En el segundo puse: “Si este libro no tratara de política se lo dedicaría a mi esposa”. El relato que me publicó Planeta sobre el mayor bribón que ha habido en México -y ha habido muchos- tiene el siguiente epígrafe: “Como este libro es sobre Santa Anna no se lo puedo dedicar a nadie”. La dedicatoria de otro de mis libros dice así: “A Saltillo, mi ciudad, donde mis ojos se abrieron a la luz. Al Ateneo Fuente, mi escuela, donde la luz se abrió a mis ojos”. Glorioso colegio es el Ateneo, que el pasado día primero de noviembre cumplió los primeros 150 años de su edad. Institución republicana, liberal y laica, en sus aulas se han formado los más ilustres coahuilenses que en Coahuila y en México han sido. Mencionar a Venustiano Carranza, Julio Torri, Artemio de Valle Arizpe y Carlos Pereyra, es citar sólo a algunos entre muchos. Ateneo del doctor García Fuentes, cuya tumba en el antiguo y señorial cementerio de Santiago ostenta una única palabra: “Positivismo”. Ateneo de don Severiano García, profesor de Lógica, que no creía en nada que no se pudiera apreciar por los sentidos y demostrar en condiciones de laboratorio. Alzaba en alto su llavero y postulaba con su profunda voz de bajo: “Suelto estas llaves. Si se caen, eso es Física. Si no se caen, es Metafísica”. Ateneo de don Antonio María Zertuche, médico graduado en la Sorbona, y por eso mismo de gran nota en mi ciudad. Cuando la influenza española del 18 recibió el encargo de señalar con una tiza blanca la frente de los que habían muerto víctimas de la epidemia. Por equivocación marcó la de un sujeto que solamente estaba privado de sentido. Lo recobró a bordo del carretón que en confuso hacinamiento de cadáveres lo llevaba a la fosa común. Cuando intentó bajarse del macabro carromato el hombre que lo conducía le preguntó, rudo y violento: “¡Epa amigo! ¿Pa’ónde va?”. “¿Cómo que pa’ónde voy?” –respondió el individuo con voz trémula-. ¡Yo no estoy muerto!”. “¡Usté cállese y échese! –le ordenó el carretonero-. ¿A poco va usté a saber más que el doctor Zertuche?”. Ateneo de Manolín Rodríguez, insigne calculista a quien los guarismos le extraviaron la razón, y que ocupó los últimos años de su vida en la tarea de buscar una fórmula algebraica para demostrar matemáticamente la virginidad de María. En el paraninfo del hermoso edificio que para el Ateneo hizo construir en 1933 don Nazario S. Ortiz Garza, gobernador excelente de Coahuila, se llevó a cabo una lucida ceremonia. Conceptuosos discursos se dijeron. Me gustaron especialmente el de Madsi Valero, primera y única directora que ha habido en la historia del Colegio, y el del doctor Rodolfo Tuirán, subsecretario de Educación y ex alumno del Ateneo. Yo no estaba incluido en el programa, pero de pronto surgieron entre el público voces que pedían: “¡Qué hable Catón!”. El coro se hizo general, de modo que subí al pódium, y aunque nunca fue más cierta la frase: “No venía preparado” renové mi declaración de amor al Ateneo y repetí una frase mía que es ya de uso común entre los egresados del plantel: “No hay ‘ex ateneístas’. El que una vez estuvo en el Ateneo ya es ateneísta para siempre”. Doy gracias a mis paisanos por la muestra de afecto que me dieron, e inscribo ese momento como uno de los más emotivos de mi vida… FIN.