Por: Catón / columnista
“‘De las esposas de amigos o parientes, ni ‘Qué bonitos dientes’. Ese dicho enseña a no galantear a la mujer de aquéllos con quien tienes parentesco o amistad. No lo olvides nunca. Pero una cosa es lo que te dice tu tío Felipe y otra muy diferente lo que hace. Por eso, Armando querido, harás bien en dejarte guiar por mis consejos, y no por mi ejemplo, que está muy lejos de ser edificante. Soy el diablo metido a predicador, si de dichos se trata. Porque has de saber que una vez seduje a la esposa de un amigo. Mea culpa. Pero ‘Felix culpa’ la mía, culpa feliz, como dicen los teólogos que fue la de Adán, pues preparó la venida al mundo de Nuestro Señor. En mi caso, aunque la comparación suene a irreverencia, fue culpa felicísima. La señora que me ayudó a cometerla era muy guapa, y le sobraba la pasión que su marido no tenía, pues era hombre que pensaba mucho, y siempre el pensamiento estorba al sentimiento. Yo gocé plenamente la guapura de la dama y aquellos arrebatos suyos que ciertamente no eran tan de dama. Mi culpa fue feliz también por otra cosa: nadie la supo aparte de ella. Una sola circunstancia enturbia ese recuerdo. Si te la digo es porque me he tomado yo solo casi toda la botella, mientras tú te las has pasado dando pequeños sorbos a tu copa. Únicamente porque eres mi sobrino predilecto no desconfío de ti, pues no es digno de confianza el que no bebe a la par de quien bebe con él. Sé que lo que te cuento a nadie se lo contarás, por eso te cuento lo que te cuento. ¿Te das cuenta? Caramba, creo que ya está empezando a hacer efecto la botella. Voy a decirte qué fue lo malo de aquella seducción tan buena. Seduje a aquella mujer no por deseo, sino por venganza. Sucedió que su esposo me hizo una trastada grande. A más de ser mi amigo era mi socio, y traicionó la confianza que tenía puesta en él. Desde luego no faltó quien me lo contara, y eso me indignó, pues yo le había hecho favores grandes, y me pagó muy mal. O sea que no era tan mi amigo. No le reclamé el daño que me causó. Esos dimes y diretes resultan siempre incómodos. Fingí no saber nada. Pero urdí la manera de vengarme. Yo había notado en su señora cierta simpatía por mí, la misma que yo tenía por ella. Quiero decir que nos atraíamos. Nunca hice nada al respecto, por aquello de los amigos, los parientes y los dientes, pero ahora que su marido me había demostrado su malquerencia pensé que estaba exento de cumplir ese deber moral. Una noche que los matrimonios nos reunimos a cenar me las arreglé para quedar junto a ella, y por debajo de la mesa -estas cosas se hacen siempre por debajo de la mesa- acerqué mi rodilla a la suya. Por arriba de la mesa pareció desconcertada, pero allá abajo, con su pierna, me dio pasavante. ¿Habías oído esta palabreja, Armando, tú que tantas palabras dices? La aprendí en una novela de Salgari. El pasavante es el permiso que se da a un barco para que pase adelante sin estorbos. Y sin ningún estorbo pasé adelante yo. Bien pronto estuvimos en el paraíso terrenal, o sea en la cama. Ella gozaba su aventura, y yo mi desquite. Lástima grande que mi goce haya estado inspirado en la venganza. Eso pone una mancha en el recuerdo. Porque el deseo de la carne pertenece al cuerpo, y tiene su inocencia, pero el ansia de venganza es cosa del espíritu, y lleva en sí sus sombrías perversidades. Aquí entre nos te diré que yo desconfío más del espíritu que de la carne, a pesar de lo mal que los hombres de religión hablan de la carne y de la propaganda que le hacen al espíritu. Y ahora, sobrino, lléname otra vez el vaso. Quiero oscurecer mis ideas, que ya me van pareciendo demasiado claras”… FIN.