Los grandes planes gubernamentales fueron una ambiciosa moda de los años setenta. Ninguno sirvió. El entonces secretario de Educación, Porfirio Muñoz Ledo, por ejemplo, presentó en 1977 un grandilocuente Plan Nacional de Educación. Según su amigo y ex colaborador Víctor Flores Olea, “de haberse terminado su formulación plena (…) nos hubiera ahorrado los zigzagueos, idas y venidas, que ha sufrido la educación en México (…) Pero no lo quiso así el destino y por desgracia se perdieron oportunidades valiosísimas…” (Suplemento Enfoque, 14 de julio).
Unos meses más tarde el Presidente había despedido a Muñoz Ledo. ¿Fue esa la razón del fracaso del plan? Sin duda contribuyó, aunque un plan que no sobrevive los cambios de titulares está mal pensado.
Unos años después se presentó el Plan Nacional de Desarrollo Industrial 1979-1982. Su impulsor, José Andrés de Oteyza, estuvo hasta el final de la administración de López Portillo, pero su plan igual fracasó estrepitosamente. Se pretendía, gracias a las medidas que proponía, pasar de 7% de crecimiento en el año de su presentación a 10.5% en 1982 y posteriormente mantener ese crecimiento hasta 1990. No es burla. Así decía el plan. Se basaba en innumerables supuestos optimistas, pero nunca siquiera planteó el escenario, por ejemplo, de que el precio del petróleo pudiera bajar. De hecho, cuando el 2 de junio de 1981 empezó a descender y el entonces director de Pemex, Jorge Díaz Serrano, decidió seguir las señalas del mercado y bajar cuatro dólares el precio de venta de nuestro crudo fue despedido por el Presidente. Lástima que no bastaba querer un precio alto para que se mantuviera. El gobierno decidió compensar una parte de la caída y subir el precio dos dólares. Estados Unidos pasó de comprar unos 700 mil barriles diarios a sólo 200 mil. Ahí empezó la debacle.
El conflicto entre entidades burocráticas y actores políticos es uno de los problemas de todo plan. No hay un solo poder que pueda determinarlo todo, por más fuerza que tuviera el Presidente en turno. Sin embargo, el problema de fondo es creer que en algo tan complicado como la educación o el desarrollo industrial se puede definir con anticipación y exactitud todo lo que se requiere y que siempre habrá los recursos fiscales y políticos para que se cumplan las metas. Es imposible. El Estado no tiene ni la información ni los instrumentos para poder hacer todo eso. Los actores deciden en el mercado qué hacer en función de las condiciones y los precios vigentes, muchos de los cuales se fijan en el exterior, como el del petróleo, con consecuencias que ningún planeador puede anticipar. Pero la tecnocracia mexicana de entonces todavía estaba bajo el encanto de los planes quinquenales soviéticos, que tampoco funcionaban.
No aprendimos que los planes son meros sueños y dejamos en la Constitución la obligación de tener un Plan Nacional de Desarrollo. Sexenio con sexenio se cumple el ritual. Nunca se alcanza lo prometido. Ahora el PRD y la fracción corderista del PAN en el Senado quieren hacer que sea ratificado por el Congreso, un paso más en un ritual poco útil.
Planear por supuesto es importante. Pero acotado, en algunos sectores definidos, con principios claros y con visión de largo plazo. Por ejemplo, en materia educativa tener como principio que el mérito debe ser el eje de la relación laboral, y cumplirlo, puede transformar el sistema. En materia industrial proveer de buena infraestructura, reglas laborales y fiscales adecuadas y apoyos bien diseñados para la innovación es mucho más provechoso que decidir desde el gobierno cuánto se tiene que invertir en cada sector y quién lo tiene que hacer. En la reforma de telecomunicaciones regresamos a esa idea del Estado inversionista.
En infraestructura es crucial tener un programa de largo plazo sobre qué obras se requieren para tener un país bien conectado. Lo malo es que cada sexenio trae sus compromisos políticos y modas. Hace unas semanas se lanzó el Programa en Infraestructura de Transporte y Comunicaciones del sexenio. En la lista de los proyectos hay muchos que no estaban contemplados por el gobierno anterior. El caso más notable es el de ferrocarriles de pasajeros. Aún no están listos los estudios de factibilidad ni los derechos de vía, pero ya se anunciaron con bombo y platillo.
Planear es un arte que requiere mesura y constancia. Dos cualidades que le han faltado a nuestros gobernantes, tan buenos para soñar.
*Profesor investigador del CIDE
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