Por: Catón / columnista
La noche del pasado martes íbamos a presentar un recital de música en el teatro de cámara de Radio Concierto, en Saltillo. El evento se suspendió por causa del terremoto en la Ciudad de México: una de las intérpretes no podía localizar a su mamá, que vive en la capital, y buscaba angustiosamente la manera de ir allá a reunirse con ella. Un sismo como el de ese día afecta millones de vidas en las más diversas formas. La tragedia hace que se manifieste lo mejor y lo peor de la naturaleza humana: mientras miles y miles de mujeres y hombres buenos se afanaban en buscar sobrevivientes entre los escombros, y en ayudar a los afectados por el temblor, algunos descastados saqueaban tiendas y robaban casas aprovechando la confusión reinante. “En el hombre hay mala levadura”, escribió el poeta. Es cierto; pero abunda más la buena, y en ocasiones como ésta son muchísimos más los que hacen el bien que los muy pocos que actúan con maldad. Hago ahora un recuerdo histórico. Durante el siglo diecinueve había un dicho en Veracruz: “Septiembre, se tiemble”. Aludía tal decir al hecho de que en ese mes se recrudecía la enfermedad endémica de la fiebre amarilla, que en septiembre cobraba más víctimas que en los demás meses del año, sobre todo entre los viajeros recién llegados al Puerto. Pues bien: tal se diría que el noveno mes del año es trágico para nuestro País. En septiembre han sucedido en México desastres naturales de terribles consecuencias. Los sismos y huracanes de mayores efectos han sido en este mes. Desde luego tal circunstancia no ha de llevarnos a hacer cábalas, sino sólo a anotar el dato y a decir como aquel hombre que se resistía a pasar por abajo de una escalera: “No soy supersticioso, pero creo que eso me puede traer mala suerte”. Supongo que una de las palabras que más se pronuncia ante una tragedia colectiva como la del terremoto es la palabra “Dios”. Pienso que en tales casos es muy difícil creer en Dios. Pienso que en tales casos es muy difícil no creer en Dios. Hay quienes afirman que fenómenos como los Sismos, los Huracanes, los Tsunamis y otros semejantes son castigo de Dios a la maldad del hombre, o reconvención divina por los daños que causamos al planeta. Algunos creyentes consideran que esas calamidades son una especie de prueba a que nos somete Dios para aquilatar nuestra fe y fortalecerla. A mí me resulta difícil creer en una divinidad así, que inflige sufrimiento a sus criaturas para castigarlas o someterlas a examen. Otros razonan diciendo que Dios creó al mundo y lo sujetó ab initio a leyes que se cumplen en forma inexorable, independientemente de la voluntad humana y sin intervención ya de la divina. Aún así, quienes creen en Dios y son víctimas de un desastre natural no podrán menos que repetir las desoladas palabras de Cristo en la cruz: “Señor, Señor: ¿por qué me has abandonado?”. Por otra parte es muy difícil no creer en Dios, no tener a quien volver los ojos en busca de auxilio en medio de la tragedia, o de consuelo cuando ésta se ha consumado ya. Duele no tener en el dolor a quien reclamarle el sufrimiento, tal como hizo Job con grito desgarrado. La criatura humana, indigente siempre a pesar de su saber y su poder, sigue recurriendo a lo sobrenatural para explicar lo natural o para hacerle frente, igual que hizo su antepasado de la edad de piedra. En su estupor y su debilidad busca entender su mundo. Recordemos a Pascal: “L’homme n’est qu’un roseau, mais c’est un roseau pensant”. “El hombre es una caña, pero una caña que piensa”. Que piensa, sí; sobre todo cuando no sabe qué pensar. La verdad es que estamos solos en el universo. Que Dios nos acompañe… FIN.