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Era la hacienda más grande

Superiberia

 Por: Catón  /  columnista

Te diré el año: 1914. Te diré el pueblo: General Cepeda, en el Sur del estado de Coahuila. Ese lugar se llamó antes Patos y fue de mucha relevancia, pues en él estuvo la cabecera del marquesado de San Miguel de Aguayo, cuyas extensas tierras conformaron, al decir de la tradición local, la hacienda más grande del mundo. Ahí pasó mi madre su niñez y su primera juventud, antes de la que luego vivió el resto de su vida, que acabó a los 90 años. El poblado lleva el nombre de don Victoriano Cepeda. Sencillo profesor de matemáticas en el Ateneo Fuente, de Saltillo, dejó el aula para ir a luchar contra el invasor francés. En General Cepeda se daban las violetas con tanta profusión como se dan las estrellas en el cielo. Mi mamá contaba que un kilómetro antes de llegar a Patos se percibía ya en el aire perfume de violetas. Te diré ahora el nombre de la mujer. De la niña, más bien, pues tenía apenas 13 años. Se llamaba Lucía. Menuda como venadita nacida en la pasada primavera, su cuerpo atraía ya a los hombres igual que las cervatillas atraen a los coyotes de la sierra. En mala hora, enhoramala, un general de la revolución llamada constitucionalista puso en ella los ojos y se la llevó como parte del botín que le tocó en el saqueo de la villa. Sus padres y sus pequeños hermanitos fueron a despedirla en la estación del tren. La mamá y los niños lloraban con el llanto roto de los que entierran muerto en el panteón. El padre, callado, con gesto inexpresivo, dijo solamente: “Mejor hubiera tenido puros hijos hombres”. Lucía no lloraba. Tampoco hablaba. Cuando el tren echó a andar asomó por la ventanilla del vagón y con un ademán tímido dijo adiós a los suyos. Regresó al año y medio, cargada con un hijo. Tocó a la puerta de su casa -nadie la esperaba ya-, y cuando le abrieron se puso de rodillas ante sus padres y les pidió perdón, como si ella hubiera tenido la culpa de lo que había pasado. Ellos se arrodillaron junto a su hija y la abrazaron. Esa vez sí lloró el hombre. Mi abuela le dio trabajo a Lucía, de criada. El párroco la reprendió y sus amigas la criticaron rudamente. ¿Cómo metía en su casa a una mujer que había tenido un hijo fuera de matrimonio? Al cura le dijo doña Liberata: “Usted predique la caridad, y déjeme a mí practicarla”. A sus amigas les propuso: “Si ustedes vienen a barrer mi casa y a tenderme las camas yo correré a la criada”. A las 3 de la tarde, cuando sus amos –así decía ella– se iban a su cuarto a dormir la siesta y librarse de la resolana, Lucía juntaba dos sillas de la cocina y se tendía en ellas a descansar un rato, las piernas dobladas para caber en el improvisado lecho. Luego se levantaba a hacer las tortillas de harina de la merienda. Mientras las paloteaba y las ponía en el comal cantaba quedamente canciones de la iglesia; aquella que decía: “Altísimo Señor…”, y la otra: “Vamos, niños, al sagrario…”. A las 5 llegaban las muchachas de la escuela. Habían oído decir que cuando Lucía estuvo en la capital, “su hombre” la llevó al teatro a oír las canciones picarescas de María Conesa. “Cántanos una canción, Lucía” –le pedían, traviesas. Y ella: “Altísimo Señor…”. “¡Anda, tonta!”. Vivió toda su vida en casa de mi abuela, y toda su vida cargó con la vergüenza de tener un hijo sin padre. Y se sentía culpable, aunque fue víctima. Fue una de esas plantas rodadoras que el viento arranca de la tierra y lleva lejos, y luego otro viento la trae. Los años pasan, pero hay cosas que no pasan. Una y otra vez se repite la tragedia de la mujer aplastada por la maldad del hombre. Escribí esto pensando en Mara Castilla. Y pensando que el hombre no merecerá nunca a la mujer… FIN.

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