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No las llamaba “cosas”: les decía “elementos”

Superiberia

por: CATÓN   / columnista

El retrato de mi madre, desde luego. El teléfono, claro, y el reloj.

El control de la tele, por supuesto. Y también la caja de kleenex; la jarra con agua y su correspondiente vaso siempre colocado boca bajo; una libreta y una pluma para anotar las ideas que se me ocurran en la cama acerca del negocio; la revista Mecánica Popular, y sobre ella los lentes de leer; las pastillas para dormir y el frasco de Peptobismol; los palillos de dientes por si algún resto de comida me quedaba en ellos después de lavármelos; la linterna de mano para el caso de que se fuera la luz en medio de la noche; el cortaúñas; la navaja que fue de mi padre y que alguna vez podía ofrecérseme para algo.

Y, recargada en la jarra del agua; la estampita de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que me dio mi madrina Lucha el día de mi primera comunión.

Todas esas cosas, sin faltar ninguna, debían estar en perfecto orden, como soldaditos, sobre mi buró.

Yo no las llamaba “cosas”: les decía
“elementos”.

Para mí eran de vital importancia; ninguno de ellos podía faltar; la ausencia de cualquiera me alteraba, me sacaba de mis casillas, me ponía frenético, fuera de mí.

Día tras día los revisaba; los contaba uno por uno y cuidaba de que todos estuvieran como debían estar: el reloj a tiempo; la jarra con el agua siempre al mismo nivel; los lentes con los cristales escrupulosamente limpios; la linterna de mano funcionando.

Y no es que sea yo fanático del orden, no. Simplemente me gusta que las cosas estén en su lugar.

No puedo ver, por ejemplo, que un cuadro esté ligeramente inclinado en la pared, pues de inmediato voy y lo enderezo.

Tampoco me gusta que si en el toallero hay dos toallas una cuelgue más que la otra.

Las pongo ambas a la misma altura.

Pero lo más importante son los elementos.

No sé si Dios revisa de cuando en cuando el curso de los astros por el universo.

Yo sí reviso a diario el orden de mis elementos en la cubierta del buró.

Antes responsabilizaba a mi mujer de que no faltara ninguno y que todos estuvieran en su sitio.

Al principio protestaba por esa que llamaba mi manía.

Pero también a ella la metí al orden, como soldadito. Después de un pleito que tuvimos sobre el tema, y de que me fui a dormir una noche en casa de mi mamá, ya no se atrevió nunca a protestar, y cumplía fielmente su deber de tenerme ordenados los elementos.

Por lo que hace a mis hijos ni siquiera les permitía que se acercaran al buró.

Un día el mayorcito se atrevió a coger la navaja de mi padre para cortar no sé qué cosa de la escuela.

Le puse una tunda que nunca se le va a olvidar. Espero que ustedes no me tomen eso a mal.

Lo que pasa es que creo que un buró ordenado es lo mismo que una vida ordenada.

Muéstrenme a alguien que tenga desordenado su buró y yo les mostraré a alguien que tiene desordenada su vida.

La mía, por ejemplo, está en perfecto orden.

Y eso que mi esposa me dejó hace tiempo.

Un día llegué a la casa por la noche y ya se había ido. Con ella se fueron mis hijos.

A veces los extraño, no lo niego, y ahora soy yo quien debe tener en orden los elementos del buró, pero me tranquiliza el pensamiento de que ya nadie los va a tocar, de que estarán siempre en su sitio, cada uno donde debe estar: el retrato de mi madre, desde luego; el teléfono, claro, y el reloj; el control de la tele, por supuesto.

Y también la caja de kleenex; la jarra con agua y su correspondiente vaso siempre colocado boca bajo; una libreta y una pluma para anotar las ideas que se me ocurran en la cama acerca del negocio; la revista Mecánica Popular, y sobre ella los lentes de leer; las pastillas para dormir y el frasco de Peptobismol; los palillos de dientes… FIN.

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