Por: Catón / columnista
“Sé que tienes una querida –le reclamó doña Macalota a don Chinguetas, su marido-. Me dicen que es rubia artificial; que le pusiste casa; que le regalaste un coche último modelo; que la llevas a que se compre ropa en Nueva York; que la cubres de joyas y le cumples todos sus caprichos”. “¡Ah, gente ruin, calumniadora, falsa y mentirosa! –se indignó don Chinguetas-. ¡No es cierto que sea rubia artificial!”… Lo que fueron nuestros antepasados eso somos; llevamos sus características. La mejor prueba de tal afirmación es Babalucas, el tonto mayor de la comarca. Decía: “Mi tatarabuelo fue norteamericano. Combatió en la Guerra de Secesión a favor del Oriente”… La esposa de don Añilio, señor de edad madura, lo llevó con el doctor, pues lo veía sin fuerzas, abatido, tan débil que no podía levantar ni un falso testimonio. Lo examinó el facultativo y le informó a la señora: “Su marido presenta un severo cuadro de agotamiento físico cuya causa creo adivinar. En adelante deberá hacer el sexo sólo una vez al mes”. “¡Fantástico, doctor! –se alegró la señora-. ¡Ahora lo hace sólo una vez al año!”… Igual que todos los jueves don Algón fue a jugar al póquer con sus amigos. Sucedió que esa noche faltó uno de los que formaban la partida, y entonces el ejecutivo les propuso a los otros: “Vamos a que conozcan mi nueva casa. Mi esposa no me espera, pero podremos llevar algo para botanear, y allá tengo cervezas y tequila”. Fueron, en efecto, y don Algón empezó por mostrarles la residencia: “Esta es la sala… Esta es la biblioteca… Aquí está el comedor…”. En eso se presentó la señora, en bata, y el anfitrión la presentó a sus amigos. Luego los invitó: “Subamos ahora a la segunda planta”. “Por Dios, Algón –le pidió la mujer-. No vayan allá; está todo desarreglado”. “Son de confianza” –replicó el ejecutivo. Subieron, pues, y les dijo a sus amigos: “Esta es la recámara… Este es el vestidor… Este el clóset… Este es mi compadre Juan…”… Rocko Fages y Amaz Ingrace, misioneros al servicio de la Iglesia de la Tercera Venida (no confundir con la Iglesia de la Tercera Avenida, que permite a sus feligreses el adulterio a condición de que no lo cometan el día del Señor) fueron a África a llevar a los paganos la luz de la verdadera fe. Se internaron en lo profundo de la selva y llegaron a una remota aldea. Los salvajes los rodearon, curiosos. Llegó uno que parecía de importancia, y después de examinarlos, de olerlos y palparlos, les estampó en la frente un sello. Le dijo Rocko a Amaz: “Seguramente es un ritual que nos hace miembros honorarios de su tribu”. “No –aclaró uno de los nativos-. El hombre que les puso el sello es nuestro inspector de carnes”… Se casó un muchacho, y al año se divorció de su mujer. Le preguntó un amigo: “¿Qué sucedió?”. Preguntó a su vez el otro: “¿Te gustaría vivir con una persona irresponsable, gastadora, y para colmo infiel?”. “Claro que no” respondió el amigo. Y dijo el divorciado, mohíno: “A ella tampoco le gustó”… Don Picio y doña Uglicia formaban la pareja de casados más fea del pueblo. Sin embargo, por extraño capricho de la naturaleza, sus dos pequeños hijos -niño y niña- eran unos querubines. Ella se parecía a Shirley Temple, con sus ricitos de oro y todo; él tenía el encanto de Bobby Driscoll, el infantil actor de Disney. Los vio doña Panoplia de Altopedo, dama de sociedad, y le comentó a don Sinople, su marido: “¿Cómo pueden unos esposos con caras tan feas ser padres de unos niños tan hermosos?”. La oyó don Picio y dijo: “Señora: no los hicimos con la cara”… FIN.