El pasado jueves, con 68 votos a favor y 32 en contra, el Senado de Estados Unidos aprobó la más ambiciosa legislación en materia migratoria en un cuarto de siglo, que en su planteamiento central ofrecería la naturalización a 11 millones de personas que viven en ese país de manera ilegal, pero que a la vez supondría un feroz endurecimiento de la seguridad en la frontera con México, que implicaría duplicar los agentes de la Patrulla Fronteriza hasta llegar a 40 mil, construir más de mil kilómetros de bardas y usar aviones no tripulados (drones) para vigilancia.
De nueva cuenta, lo que sucede en el vecino país nos impacta directamente, aunque en esta ocasión el contexto y la forma como se operó la ley migratoria también arrojan lecciones para México, inmerso también en su propia dinámica reformista.
La nueva legislación fue producto de un inusual esfuerzo bipartidista entre el gobernante Partido Demócrata y los republicanos, al que aplica la popular frase “no los unió el amor, sino el espanto”. Y es que para el presidente Barack Obama era impostergable —al grado de que la convirtió en su prioridad legislativa— reconciliarse con una porción del electorado que le fue fiel a la hora de decidir su reelección, aun cuando le reprochara la ausencia de una reforma de este calado durante su primer periodo de gobierno.
La reforma cae, además, en un periodo de intensa agitación para la agenda liberal, con la cual más se ha identificado a los demócratas, y para un discurso que siempre ha tenido como punta de lanza recordar que Estados Unidos es una nación cuyo poderío ha sido forjado por migrantes. Una reforma incluyente como la aprobada el sábado representa un respiro para una Casa Blanca agobiada por el escándalo sobre los programas de vigilancia y espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés), más propia de la era Bush, y que ha menguado la popularidad deObama.
Y aunque la prioridad para los estadunidenses ha sido la economía, que no termina de dar el estirón definitivo para recuperarse, no deja de llamar la atención como en los últimos días coincidieron temas que convulsionaron la agenda ideológica, la cual también mueve votos: el respaldo de la Corte Suprema a los matrimonios homosexuales en California (celebrado por la famosa revista The New Yorker con una ilustración de portada protagonizada por Beto y Enrique, personajes del programa infantil Plaza Sésamo) y la disputa en Texas por una severa ley antiabortista, que aunque contó con mayoría de sufragios en el Senado local de ese estado, el pasado martes fue invalidada por haber sido aprobada después de tiempo, gracias, entre otras cosas, a maniobras dilatorias aplicadas por los demócratas para llevar la votación fuera de sus límites legales.
Y es justo la amenaza ideológica la que se cierne ahora sobre la reforma migratoria aprobada en el Senado de Estados Unidos. Aun cuando se incluyó en los últimos momentos la enmienda para militarizar la frontera y con ello garantizar el número mínimo de sufragios que la avalaran, ahora deberá pasar por una Cámara de Representantes dominada por los republicanos, donde hasta el momento sus posibilidades de prosperar son mínimas.
La migración es un auténtico dolor de cabeza para el partido que tiene como símbolo a un elefante. Le entraron al tema en el Senado porque no les quedó más remedio: uno de los factores que gravitó en la derrota de su candidato presidencial, Mitt Romney, fue su prácticamente nula cercanía con el votante hispano. Y una realidad es que, siendo un sector de la población en vertiginoso crecimiento, la prospectiva es que nadie podrá ganar la Casa Blanca ignorando el sufragio latino, como ocurría antaño.
Sin embargo, hay que recordar que, a diferencia de lo que ocurre en México, los legisladores estadunidenses les deben su escaño o curul en primer lugar a sus votantes, y este factor tiene mucho más peso que la disciplina partidaria. Y, como se apunta en la nota de primera plana publicada ayer por José Carreño Figueras, enviado de Excélsior a Washington, prácticamente dos terceras partes de los 234 diputados que forman la mayoría republicana en la Cámara baja está vinculado con grupos ultraconservadores, pocos interesados en la geopolítica nacional.
Varios de estos congresistas representan a distritos del sur y centro de Estados Unidos en los que es mínima la presencia de población hispana. Por lo tanto, es poco probable que estén dispuestos a arriesgar su reelección en aras de una legislación que otorgue estatus legal a la población indocumentada y es más probable que tiendan a proponer medidas aun más restrictivas que complazcan a sus bases conservadoras, aunque con ello entorpezcan las posibilidades de su partido para volver a la Casa Blanca.
Quizás un escenario similar sea el que vivamos en los próximos días en México con la discusión de una reforma energética en la que coinciden actores ubicados en los extremos del espectro ideológico-político, como son el Consejo Coordinador Empresarial y el Partido de la Revolución Democrática. El pasado martes ambos fijaron su posición en torno al futuro de Pemex y sobresale la coincidencia en la necesidad de modernizar a la empresa, aunque en el cómo —léase participación privada— ya saltan a la vista las diferencias. De frente a una crisis mundial que amaga con arrastrar a nuestra economía, esperamos que éstas no sean irreconciliables.
Twitter: @Fabiguarneros