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Maestro lo es para toda la vida

Superiberia

por: CATÓN / columnista

15 de mayo. Día del Maestro. En horas de la medianoche los estudiantes de la antigua Escuela de Leyes de Saltillo nos llevaban serenata a quienes éramos sus profesores. Para corresponder al canto debíamos invitarlos a pasar a nuestra casa y ofrecerles un piscolabis y una copa de vino (una nada más). Ese rito era una tradición en aquel noble plantel que fundó un hombre sabio y bueno: don Francisco García Cárdenas. Otra era entregarle al señor Bandala, el secretario de la institución, los 20 pesos de la cuota de inscripción anual en moneda fraccionaria, y esperar gozosamente mientras contaba, solemne y acucioso, la cantidad que había recibido. “Sumo aquí 19 pesos con 95 centavos, joven. Faltan 5 céntimos”. “No puede ser, señor Bandala. Yo mismo conté el dinero antes de entregárselo, y eran los 20 pesos justos. Sírvase usted contar de nuevo, por favor”. Y allá va otra vez el bueno de don Alfredo Ulises a contar, sin percatarse de que el pícaro muchacho había deslizado disimuladamente la moneda faltante entre las otras. Y al final de la paciente y dilatada cuenta: “Tenía usted razón, joven; discúlpeme. Está cabal la suma. Conté yo mal”. Durante 40 años fui maestro. Junto con el oficio de escribir, el de enseñar ha sido el menester más deleitoso que en mi larga vida -tan breve- he realizado. Hay diversas artes que difícilmente pueden dejar quienes alguna vez las practicaron. Curiosamente sus nombres empiezan todos con la letra pe. Político. Payaso. Periodista. Predicador. Poeta. La de las cuatro letras. Y profesor. Yo, que estoy jubilosamente jubilado, sigo siendo profe. “Profe”, digo, porque el calificativo de “maestro” me queda grande. Hace unos días, en el restorán “El Mirador”, donde se sirven las mejores ahujas –que no agujas- y las mejores tortillas de todo Monterrey, saludé a Eloy Cavazos, esa gran figura de la torería. Me preguntó: “¿Cómo está, maestro?”. Respondí: “No me diga maestro, por favor. Maestro usted”. “No, usted”. Los “Usted” y los “No, usted” habrían seguido toda la tarde y parte de la noche de no ser porque intervino con inteligencia y gracia la bella esposa del diestro, María de los Ángeles. “Los dos”, decretó terminante. Y eso acabó la discusión. Quien ha estado en el aula alguna vez jamás deja ya de estar en ella. Recientemente, por invitación del Secretario de Educación Pública de Nuevo León, hablé ante un grupo de rectores de universidades. Osé decirles que la tarea del educador no consiste en trasmitir conocimientos, sino en contagiar entusiasmos. Un buen maestro ama la materia que enseña y trata de infundir en sus estudiantes ese amor. Recomendé a los académicos la lectura –o relectura- de dos libros. “Para leer el primero –declaré- necesitarán ustedes humildad. Para leer el segundo necesitarán a Amazon”. El primero es el entrañable “Corazón, diario de un niño”, de D’Amicis. Ahí se enseña a aprender. El otro es “The art of teaching”, de Gilbert Highet. Ahí se aprende a enseñar. Ambos libros exaltan los valores del bien, de la verdad, de la belleza. Las ciencias exactas son muy importantes. Nos dicen el qué y el cómo de las cosas. Pero tan importantes como ellas, o aún más, son las humanidades, que nos dicen el por qué y el para qué. En aras de las matemáticas, de la química, de la física –imprescindibles, ya lo dije- nos hemos olvidado de la filosofía, de la literatura, de la historia, de la poesía. Eso nos ha deshumanizado, y tal deshumanización es causa de muchos de los problemas de nuestra sociedad. Y ya no sigo. Acaba de sonar el timbre. ¿Me perdonarán mis cuatro lectores que en este Día del Maestro haya pretendido otra vez ser profesor?… FIN.

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