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Que pida sal, el que quiera

Superiberia

Por: Catón  / columnista    

Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, les contó a sus amigos su última aventura erótica. “Estaba con una señora casada -relató-, cuando de pronto llegó el marido. Salté por la ventana y eché a correr a todo lo que daban mis piernas. El hombre, furioso, me disparó con su pistola. Dos veces oí la bala silbar junto a mi oreja”. “¿Dos veces?” -preguntó uno, extrañado. “Sí –confirmó Pitongo-. Una vez cuando la bala me pasó a mí y otra cuando yo pasé a la bala”… Pepito vino al mundo, y el médico que lo recibió en la sala de partos le dio la consabida nalgada. “¿Por qué me pegas, carbón? –le reclamó Pepito hecho una furia ante la estupefacción de todos-. ¡Yo no me metí ahí!”… Babalucas llegó pedaleando una magnífica bicicleta de mujer. “¿De quién es?” -le preguntaron sus amigos. “Mía” -respondió con orgullo el badulaque. “¿Por qué una bicicleta de mujer?” -se sorprendieron ellos. “Les diré –narró Babalucas-. Anoche iba yo por el parque cuando vi que dos pandilleros asaltaban a una chava. Corrí en su auxilio y logré poner en fuga a los maleantes. Ella, agradecida, me llevó tras unos arbustos. Se acostó en el pasto y me dijo que podía hacer lo que quisiera. Me traje la bicicleta”… En un hotel de Las Vegas un guapo joven hizo una apuesta con sus amigos y la perdió. El castigo consistía en darse una vuelta sin ropa por el pasillo de las habitaciones. Confiado en que nadie andaría por ahí el muchacho salió completamente en peletier. Apenas había iniciado el recorrido cuando se abrió una puerta. Era la del cuarto de Himenia Camafría, madura señorita soltera, que pasaba unos días ahí con sus amigas. El fornido y bien dotado joven acertó sólo a quedarse quieto, inmóvil como estatua. Himenia, que iba a traer hielo, lo vio; lo examinó con interés y corrió luego a su cuarto. “¡Chicas! –les dijo entusiasmada a sus amigas-. ¡Vengan rápido y traigan bastantes monedas! ¡Acabo de descubrir una máquina más interesante que todas las demás!”… El buen Hobbes comparó al Estado con un terrible Leviatán, especie de monstruo que amenazaba a los hombres y los sometía a sus dictados. A veces, sin embargo, ese monstruo no es tan monstruoso, y llega a lo risible. Algunos de sus dictados son absurdos, y en ocasiones hasta cómicos. Eso se puede decir de la prohibición de que haya un salero en las mesas de los restaurantes. Se alega que la sal es un peligro para la salud. En ese caso igual se podría prohibir el hielo, las grasas, la carne asada al carbón o a la leña, las harinas, las bebidas alcohólicas y otras mil cosas más que también son riesgosas. Lo único que logra la prohibición de los saleros es que los meseros deban trajinar para llevarlos a las mesa, pues no son pocos los clientes que los piden. Cada quien sabe lo que le hace mal, y tiene la libre voluntad de admitirlo o rechazarlo. Prohibir la sal en los restaurantes es tratar a los ciudadanos como menores de edad o incapacitados. Eso, a más de ridículo, es intolerable. Y ya no digo más, porque estoy muy encarbonado… Dos ebrios iban por la calle. Uno de ellos se detuvo y se puso frente a la pared. Poco después llamó a su compañero y le preguntó: “¿Qué tengo en la mano derecha?”. “Nada” -respondió el otro. “¿Y en la izquierda?”. “Nada tampoco”. “¡Joder! –exclamó con enojo el temulento-. ¡Otra vez me estoy haciendo pipí en los pantalones!”… El encargado de la librería le ofreció a la compradora: “Este libro es muy bueno. Se llama ‘El cardenal’”. “No leo libros católicos” -respondió secamente la mujer. “Perdone –le aclaró el librero-. La obra es acerca del pájaro”. Exclamó escandalizada la otra: “¡Pornografía católica menos!”… FIN.

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