Hace ya más de dos semanas que Brasil comenzó a inflamarse. La primera manifestación masiva de lo que se ha dado en llamar Revolta do Vinagre -contra el alza en el transporte público- ocurrió el 6 de junio en la Avenida Paulista, en Sao Paulo, el principal centro financiero del país.
Brasil se inflama porque está preocupado por su porvenir. Las clases medias han crecido enormemente en años recientes, aprovechando los años de buena salud económica de la nación sudamericana.
Sin embargo, esas mismas clases medias nunca llegaron a cosechar los mejores frutos del milagro brasileño cuando éste parece haber entrado en un bache. Esos frutos han sido para la capa social más privilegiada, así como para los brasileños más pobres, fuertemente beneficiados por las políticas sociales de los gobiernos encabezados por el Partido de los Trabajadores.
A las clases medias les gusta consumir, quieren poder hacerlo. Sin embargo, sus condiciones de vida no son fáciles, particularmente en las grandes ciudades de Brasil. Conforme se ha encarecido la vida, se ha vuelto de más en más cuestionable que el gobierno brasileño se eche a cuestas la onerosa organización del Mundial de Futbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
El gasto ya realizado para esas fiestas deportivas es de siete mil millones de reales (3.1 mil millones de dólares), y se calcula que podría llegar hasta los 32 mil millones de reales. Aunque dicho gasto no es el blanco principal de las protestas, sí ha servido de catalizador de las manifestaciones, particularmente en el contexto de la Copa Confederaciones, un escaparate mundial.
Hasta 2011, la economía más grande de América Latina gozó de un crecimiento sostenido, apuntalado, en parte, por su comercio con China, el cual pasó, en apenas una década, de los dos mil 300 millones de dólares a cerca de 77 mil millones.
Sin embargo, el cuadro económico comenzó a descomponerse a mediados de 2010, cuando la inflación rompió el techo de los seis puntos y el crecimiento del PIB se volvió prácticamente nulo.
La clase media brasileña quedó como sandwich entre los tradicionalmente ricos y los pobres en ascenso. Sus posibilidades de viajar o encontrar ayuda para cuidar a sus hijos se encarecieron por el aumento salarial del que se beneficiaron los trabajadores menos privilegiados que laboran en el turismo o el servicio doméstico.
He seguido las noticias de las protestas en Brasil por la cadena BBC, a cuyos reporteros no les ha costado encontrar entre los manifestantes a personas que hablan perfectamente inglés.
Es claro que quienes se manifiestan en las calles -descontando a los provocadores y radicales que nunca faltan- son miembros de las clases medias del país. Muchos son estudiantes blancos, lo cual significa mucho en una sociedad multicultural estratificada como la brasileña. La enorme mayoría de estos manifestantes no provienen de las favelas.
Brasil es un país de una tradición democrática importante. Eso asegura que las actuales protestas no degeneren en una violencia masiva (no perdamos de vista que un millón de manifestantes en las calles apenas suman el 0.5% de la población del país).
Sin embargo, las clases medias brasileñas son conscientes y exigentes. Para un movimiento sin líderes y que no ha podido ser capturado por los partidos políticos, los manifestantes se comportan de una manera extraordinariamente ordenada.
Si ha llegado la violencia es por una marcada incapacidad de la policía brasileña, que no está acostumbrada a las manifestaciones de este tipo sino a combatir al narcotráfico y otras manifestaciones de la delincuencia. Desde el final de la dictadura, ésta es apenas la segunda vez que los brasileños salen masivamente a las calles para protestar contra algo.
Desde fuera, me parece que estas manifestaciones reflejan el hartazgo de muchos brasileños con el aumento de los precios, la asignación de los recursos públicos y la corrupción en la política. Las tarifas de transporte público y los gastos en la organización del Mundial y los Juegos Olímpicos son buenos catalizadores de ese malestar.
No se olvide que la inflación en Brasil ha golpeado al consumo especialmente en rubros vinculados con la vida cotidiana, como los alimentos y los servicios.
Esto trae recuerdos de la etapa hiperinflacionaria de la década de los años 90, que los hoy estudiantes universitarios vivieron en su infancia o que afectó fuertemente el bienestar de sus padres.
La posterior estabilización de la inflación fue un logro del gobierno y también algo que ayudó a engrosar los números de la clase media. Esa misma clase media que abucheó a la presidenta Dilma Rousseff -heredera política de Luiz Inácio Lula da Silva- en el juego inaugural de la Confederaciones.
Le esperan días difíciles a la mandataria brasileña, quien probablemente vaya a las urnas el año entrante para buscar un segundo periodo en el Palácio do Planalto. Ya ha dado muestras de haber escuchado “la voz de las calles”, pero tendrá que elaborar un plan convincente para que vuelva la calma.
La simple reversa en el aumento de las tarifas del transporte público no ha sido suficiente para que vuelvan a su rutina diaria los brasileños, hartos de la corrupción, la inflación y la forma en que se asignan los recursos públicos del país.
Las protestas en Brasil dejan lecciones para economías emergentes como México.
Si bien es cierto que el crecimiento de las clases medias mexicanas -registrado recientemente por el INEGI- es un efecto bienaventurado de la evolución económica y la urbanización del país, también lo es que esos 12 millones de hogares (42% del total) que componen ese segmento social son cada vez más conscientes de sus derechos y su entorno.
Los partidos políticos han comprendido que necesitan a las clases medias para ganar elecciones. En esas capas sociales se dan mayores porcentajes de participación en las urnas y ayudan a formar el debate público en las campañas.
Ya lo he escrito en este espacio: nadie puede llegar a Los Pinos sin ganar una veintena de municipios, repartidos en ocho estados, donde las clases medias rebasan el promedio nacional en el listado de electores.
El PAN no habría podido ganar la Presidencia en 2000 y 2006 sin el apoyo de esas clases medias, que claramente lo abandonaron para respaldar al PRI en la última elección presidencial. Tampoco el PRD podría gobernar el Distrito Federal sin el apoyo de las clases medias capitalinas, políticamente liberales.
Sin embargo, las clases medias son las primeras a las que abandonan los partidos políticos cuando los votos han sido contados. Los gobernantes en turno suelen dejarse ver con los empresarios más importantes del país, al mismo tiempo que echan a andar programas sociales para los más pobres.
¿Qué le queda a las clases medias? Trabajar, pagar impuestos y cumplir con las leyes, cosas que la clase política suele desacreditar con su comportamiento diario: tolera la informalidad, perdona retrasos y fallas en el pago de contribuciones y aplica la ley a conveniencia.
Es claro que las clases medias mexicanas -que han crecido en número, como ya decía- no son el primer grupo social en el que piensan los políticos mexicanos cuando diseñan políticas públicas.
Y sin embargo las clases medias enfrentan penurias como la de no poder asegurar una educación de calidad para sus hijos -necesidad sobre la que tienen claramente conciencia, de acuerdo con la encuesta de INEGI-, y que la educación que hay, incluso la universitaria, no garantiza la obtención de un trabajo y la consecuente independencia económica de esos hijos.
No se trata de discutir quién tiene mayor derecho de ser atendido por políticas públicas. Los funcionarios y representantes debieran velar por los derechos de todos, a riesgo de que se reproduzca lo que sucede en Brasil, donde las clases medias han salido masivamente a las calles, a pesar -y, habría que agregar, con el riesgo- de no formar parte de ningún partido u organización social que las pueda contener.