Por: Catón / columnista
No sé si te he contado de mi tío Felipe. Era primo de mi padre. Los dos se querían bien.
Mi padre era católico cristiano –más cristiano, estoy cierto, que católico-, en tanto que Felipe se declaraba “ateo, pero sin exagerar”. Mi padre era metódico, formal; en toda su vida sólo un trabajo tuvo, y una esposa. Felipe, en cambio, no tuvo jamás ningún oficio, nadie sabía de dónde sacaba tanto beneficio. Nos enviaba tarjetas postales, hoy de la Ciudad de México, mañana de La Habana, después de los Estados Unidos, y cuando venía a visitarnos llegaba en coche de último modelo, y cada vez con una dama diferente, a la que solía presentar como “mi novia”. Te habrás fijado que cuando me refiero a él digo “Felipe”, y no “el tío Felipe”.
Es que no le gustaba que le dijera tío, y me hacía hablarle de tú. “¿Verdad que a Dios lo tuteas en el padrenuestro? –razonaba-. ¿Por qué entonces a mí me hablas de usted?”. Felipe había enviudado joven, y no volvió a casarse. A sus hermanas, que le pedían que tomara estado, les decía una frase que las escandalizaba: “¿Para qué compro una vaca si hay muchas que me dan su leche?”.
Yo lo admiraba, pero secretamente, pues declarar mi admiración por él habría preocupado a mis papás.
Una vez me contó que cierto socio suyo le hizo una trastada. “¿Sabes cómo me vengué? –me dijo-. Le puse el cuerno con su esposa”. Añadió con una extraña sonrisa: “Dicen que la venganza es dulce, pero ésta fue dulcísima”.
No todos querían a Felipe. El tío Refugio, por mencionar sólo a uno de sus malquerientes, decía que era “un perdulario”, y no le perdonaba su anticlericalismo, él, que al aludir al Papa lo llamaba siempre con unción “el Santo Padre”.
El perdulario tomaba su desquite diciéndole con simulada cortesía “don Cuco”, lo cual molestaba mucho al tío, pues ambos eran casi de la misma edad. De Felipe se contaba: que si era tahúr; contrabandista; que si había seducido a una señora de la sociedad y luego a su hija; que si una mujer rica lo mantenía… Su prima, la esposa de “don Cuco”, lo amonestaba: “Felipe, deberías ir a confesarte con el padre Quiñones”.
Felipe le respondía con la oración del catecismo de Ripalda: “Yo pecador me confieso a Dios…”. Un día me dejó entrar a su cuarto.
Me sorprendió ver en él un cuadro de Jesús, el buen pastor. Pero no era éste el pastor angelical, de albo ropaje, que carga con expresión dulcísima a una ovejita blanca. Éste era un pastor de veras, de la tierra, con manos sarmentosas y túnica manchada por el trabajo diario.
En los brazos sostenía a un corderillo negro con señas de haber sido lastimado por los cardos del monte.
Jesús lo miraba con ojos amorosos; parecía sonreír por haberlo rescatado. “¿Un borreguito negro?” –le pregunté a Felipe. “Sí –contestó él-. Soy yo”. Pues bien: han de saber que ahora ese cuadro cuelga en mi recámara.
Es lo primero que veo al despertar. Sucede que cuando murió Felipe, la tía Clara, su hermana menor, la única que aún vivía, me lo entregó. “Felipe dijo siempre que este cuadro era para ti”… Lo miro y lo miro a él… Lo miro y me veo yo… FIN.