por: CATÓN / columnista
Él era viudo; ella quedada. En aquel tiempo una mujer que a los 25 años no se había casado recibía ese nombre despectivo: quedada.
La cortejó discretamente, pues él andaba ya por los 60 y ella pasaba de los 40 ya. Luego la pidió en matrimonio a su hermano mayor, porque el padre de la novia había muerto.
El hermano mayor era mi padre. “Don Mariano: Conchita está dispuesta a compartir conmigo las alegrías y sufrimientos de la vida…”. La misa de bodas fue en la catedral.
La celebró el Obispo, lo cual constituía una distinción extraordinaria. Y es que el novio era Gran Caballero de Colón.
A la salida de la iglesia sus compañeros formaron con sus espadines una especie de arco, y bajo él pasaron los esposos.
El banquete nupcial se sirvió en la casa de ella. Ahí un niño probó por primera vez una delicia de paraíso: las manzanitas de anís, pulpa de almendra con un leve rubor de rosa tenue, como si recordara lo que hizo nuestra madre Eva, y un adorno de clavo de comer.
Al final del ágape los señores se quedan con el novio en el comedor. Fuman, beben coñac; hablan de política y cosechas.
Las señoras van a la sala y le hacen bromas a la novia, que se azara toda y le pide a mi madre para cambiar de tema: “Recítanos algo, Carmen”. Y ella: “El varón que tiene corazón de lis…”. La luna de miel es en la Ciudad de México.
Mi tía no conoce la Capital y anhela ir a la basílica de Guadalupe. A su regreso, una semana después, el niño saluda tímidamente al señor, en quien ve a un potentado: “Buenos días, don Refugio”. “Tío Refugio” –lo corrige suavemente la recién casada.
El nuevo tío nos invita a comer “fuera”. Ese es un lujo que mi padre y mi madre rara vez se dan. Vamos al Merendero Saltillo. Es el lugar más entrañable y típico de la ciudad.
El menú es reducido, pero sabrosísimo: tamales de puerco y dulce; enchiladitas paseadas en chile colorado y rellenas de queso molido y cebolla finamente picada.
De postre el rico pan de pulque saltillero.
Champurrado o refrescos para las damas y los niños; cerveza para los caballeros.
Don Refugio –el tío Refugio- llama con gesto de gran señor a un cuarteto de viejitos –dos violines, un arpa, una guitarra- que tocan en un rincón del patio sombreado por un frondoso huizache que ya era huizache en tiempos de don Benito Juárez.
Les pide a los músicos que toquen para nosotros. “Carmela –a mi mamá-: ¿qué le gustaría oír?”.
“Club Verde”. Y él, con elegante ademán: “Maestros: el vals ‘Club Verde’ si me hacen el favor”. Y luego: “Conchita: ¿qué pieza quieres escuchar?”. La recién casada, en voz bajita: “Recuerdo”.
Luego los señores solicitan otros valses, todos con nombre de mujer: “Alejandra”; “Rosalía”; “Julia”… “Y ustedes, niños ¿quieren oír algo?” –ofrece el tío Refugio, condescendiente.
Y el niño que soy yo, a los músicos: “¿Se saben ‘Amor perdido’?”. Mi papá se turba todo; mi tía enrojece; el Gran Caballero de Colón pone cara seria; mi mamá ríe, divertida.
Confuso, mi padre le dice a don Refugio: “Ha de disculpar usted. ¡Este niño!…”. Y el tío, generoso: “No pase apuros, don Mariano.
Son los tiempos. Eso es lo que oyen en la radio”. No dice “el radio”. Dice “la radio”. Y volviéndose a los humildes músicos, que no han cambiado su expresión: “Maestros: ‘Sobre las olas’”… Han pasado muchos, muchos años.
Vale decir que han pasado unos instantes.
El niño es ahora este hombre al que la vida lleva otra vez al sitio donde estuvo el antiguo merendero. En el pequeño patio un huizache anciano, pobre en fronda, rugoso y encorvado, lo ve y le dice: “¿Me recuerdas?”.
Pregunta él a su vez: “¿Te acuerdas tú de mí?”. “Sí -contesta el árbol-. ‘Amor perdido’ ¿verdad?”.
Responde el hombre con sonrisa triste: “Así es; amor perdido”…
FIN.