A propósito del evento sobre la toma de protesta del magistrado presidente José Miguel Salcido Romero y los integrantes de la directiva de la Asociación de Tribunales y Salas Electorales de la República Mexicana en el Palacio Nacional para el periodo de los siguientes tres años, el licenciado Miguel Osorio Chong, secretario de Gobiernación, cerró su participación diciendo que hay que hacer política para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.
No obstante que, sin lugar a dudas, la política tiene que ser la herramienta que por excelencia siga transformando nuestra realidad y generando mejores condiciones para que por medio de la paz alcancemos la consolidación de nuestra democracia. Resulta lamentable y vergonzoso que algunos políticos utilicen los recursos públicos para enriquecerse y denigren el quehacer público y, con ello, afecten la confianza de los ciudadanos en sus instituciones y en la actividad política.
No es nuevo el hecho, en estos días diversos analistas y columnistas connotados como Jorge Fernández Menéndez o Carmen Aristegui nos han recordado algunos casos relevantes de la historia contemporánea sobre la corrupción de funcionarios públicos de gobiernos de “izquierda, centro o derecha; liberales o conservadores”. Es decir, la corrupción no tiene colores.
Si la historia se repite de forma constante es importante preguntarnos ¿cuál puede ser la solución y evitar que esto suceda? Hasta el momento, no sólo existen leyes y artículos de la Constitución dedicados a combatir la corrupción por medio de la transparencia, sino también diversas instituciones han emitido códigos de ética para los integrantes que las conforman pero, sin lugar a dudas, esto no basta.
El Legislativo tiene que transformarse y constituirse en un verdadero poder de contrapeso ante los otros dos poderes, pero mayormente ante el poder Ejecutivo, respecto al uso de los recursos públicos. De nada sirve construir mayorías parlamentarias en el nivel federal y estatal para impulsar acuerdos de cambios a las normas y a la propia constitución y, con ello, construir gobernabilidad federal y estatal, si éstas se utilizan algunas veces para cubrir actos ilegales de funcionarios públicos corruptos.
Por otra parte, si bien es cierto que la Cámara de Diputados cuenta con la Auditoría Superior de la Federación y es un órgano eficiente para la revisión de la cuenta pública de los gobiernos y órganos autónomos, ésta no es inmediata y no resulta preventiva para que se realicen actos de corrupción; además, muchos de ellos no tienen sólo que ver con el uso de los recursos públicos, sino precisamente con el ejercicio del poder: ¿cuántos políticos terminan bien sus gobiernos en términos formales, pero se enriquecen de forma inexplicable?
Hoy que la democracia se está consolidando a partir de la pluralidad política en el ejercicio del poder en los diferentes niveles, la historia se repite una y otra vez: termina un gobierno emanado de un partido y le sigue otro encabezado por la oposición, éste toma el poder y revisa a su antecesor, descubre actos ilícitos, pero el proceso para determinar la culpabilidad y sanción es tedioso, torpe, lento y se trabaja “políticamente”, lo que debe ser un proceso administrativo o penal. En tanto, la violencia mediática genera el linchamiento y el ciudadano descubre día a día un nuevo fundamento para desconfiar de la política, de las instituciones y de los gobernantes.
La mayoría de los procesos se hacen posteriormente y por causas de persecución política, más que como un acto de verdadera limpieza y corrección administrativa. En suma, nuestra legislación es débil para frenar los abusos cuando se están realizando durante el tiempo de mandato de un gobernante, en muchas ocasiones porque la conformación de las fuerzas políticas lo evita.
La suma de los abusos del ejercicio del poder parece constituir un núcleo de la cultura política; de hecho hay quienes ven en ella no una forma de servir a los demás y acumular prestigio y honor sino, por el contrario, lo ven como el camino fácil para acumular riqueza económica personal. Pero combatir la corrupción y no repetir historias como la de Tabasco o Jalisco no depende de la buena voluntad, sino de hacer cumplir la ley y sancionar de forma ejemplar a quienes lo merezcan para con ello blindar la política.
*Maestra en derecho constitucional por la UNAM