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Mujer del Castillo

Superiberia

Era apenas este jueves pasado por la noche. Mi turno llegó de tomar el estrado ante la mirada de todos nuestros testigos: comenzar a hablarte a ti, de ti, de manera subversiva, ansiosa. Hablar de lo que te imagino, de la concreción, de lo que has sido en esta historia compartida, de esta simbiosis causada por la latitud; de lo que desearía seas hasta nunca, por siempre. No una elegía, ni un intento fallido de agradecimiento. Quizá sólo los elementos esenciales para que los recoja una poetisa como Rosario Castellanos y, con abstracción del alma, me ayudase a comprenderlo todo.

Quizá es, simplemente, que olvido cómo mirar, o hacia dónde hacerlo. En realidad, siempre, siempre estuviste allí. Quizá es mi acuñada ceguera y mi acostumbrado descuido, pues con honestidad, apareces por los cuatro puntos cardinales de manera constante y nítida.

Quizá era la luz brillante del escenario esa noche reciente del Alcázar del Castillo de Chapultepec, la opulencia de sus mármoles o el olor a historia añeja y entrañable de sus puertas de madera, sus columnas de piedra. Quizá la impecable ejecución de la orquesta de cámara, la que me hizo enfocar mi atención en ti, en esas notas musicales que se adivinan al contemplar tu rostro, percibir tu fuerza, tu inteligencia, tu capacidad de ejecución, de contagio de tus visiones diurnas, preferentemente nocturnas. Tu feminidad salvaje materializada en tu melena. Una noche para respirar…

Mujer mexicana que celebré, que celebramos esa noche chinos, coreanos, canadienses, rumanos, americanos y mexicanos…, que habremos siempre de celebrar. Mujer que tocas, ríes y creas un entorno mejor. Mujer mexicana que rompes el código de los prescindibles y que recuerdas con fuego en el corazón el error histórico e imperdonable de la misoginia, que con tu sonrisa e inteligencia nos despejas las dudas del origen representado por Ishtar, Ninsuna, Asera, Astarté, Turan, Afrodita, Venus, Cuatlicue, Tonantzin…

Allí patente, con la palabra perfecta, la sonrisa precisa -como dice el colega cubano Rodríguez-. Allí frente a mí, frente a todos, señalada por jóvenes sin resabios ni rancios resentimientos que declaraban allí mismo admiración por lo que fuiste, lo que serás, lo que siempre has sido.

En una imagen de fácil transportación a visiones alucinantes de noches con voces de otras mujeres como la de Joplin -la inmortal-; al imaginarte con el pincel en la mano, o surcando los aires en busca de una respuesta del cosmos, venciendo tus límites físicos en las metas atléticas, en las profundidades de la mar; transformando en letras tu sensibilidad, levantando del polvo al caído, restañando la esperanza en los desheredados que no saben de dónde vienen ni a donde van, dando Norte a los distraídos, mirando detrás de mi retina, posando tus manos sobre otras mujeres a quienes alientas a no dejar de luchar con los dientes y las uñas, pero con el IQ aplicado a la desazón de la vida y el estigma de la enfermedad.

Mujer del Castillo. La convocatoria suave, pero decidida a elevar la mirada para recordar que hay más, pero mucho más, en el horizonte que en el suelo que pisan mis plantas, y las de todos aquellos que caemos en la trampa de la rutina, del hedor mundano que nos atrapa en el chisme, la obsesión material, la lamentable postración ante el “establishment” empeñado en aniquilar lo que propones, mediante tu negación, olvido artificial y mutilación estúpida de nuestras terminales nerviosas.

En esa mirada tuya penetrante, dulce y profunda, que adoptaba en esa noche de jueves versiones kaleidoscopicas y alucinantes: de Carmen Mondragón, Frida Khalo, Betsabée Romero, Rina Gitler, Norma Romero, Paola Longoria, Raquel Tibol, María Izquierdo, Julieta Fierro, Ana López Colomé, Laura Esquivel, Elena Poniatowska, Ibeth Zamora, Elisa Ávila, Lila Downs, María Alejandres o Nestora Salgado, por los pasillos del antiguo Palacio, llevando todas esa noche, en sus sienes guirnaldas de oliva; conjuntamente con todas esas otras mujeres mexicanas desconocidas quizá por ti, por mí y por todos quienes éramos testigos de tu existencia esa noche de septiembre en el viejo Castillo.

Mujer mexicana. Sí. Tú. Tan potente, clamando justicia, pariendo un hijo, sembrando el mañana o jugándote el pellejo por un mundo mejor. Sin temblor en la voz, en la mano, con una determinación escalofriante hoy, ayer y mañana. Mujer hermosa del Castillo.

Sentirte tan cerca, tan presente, tan dentro del pecho precisamente en el sitio en el que se acalambra el diafragma en una acción reverberante del colectivo que te impulsa y con valentía reconoce tu valor autónomo, tu influencia inmediata, tus confusiones y manías enloquecedoras pero entrañables, tu liderazgo inspirador, tu legado que brutalmente sacude nuestras consciencias tan misóginas y mezquinas.

Un reto, una provocación y el epicentro del sentido de la vida; un acicate hacia el camino de la revolución tan necesaria hoy, tan indispensable para corresponder tu radiación, tu propuesta, tus huellas indelebles allí en Chapultepec, pero en cada rincón de mi Patria, en cada suspiro, en cada arrebato de inspiración, en cada kilómetro viajado, en cada comisura de tus labios, en cada batalla perdida o ganada.

Mujer del Castillo, sí, tú. Retando nuestra cobardía a reunir sueños con hechos, a sentir todos los músculos del rostro, a tomar posición a favor de los caídos,  a pronunciar tu nombre con amor limpio y valiente en cada banqueta de sitios tan insospechados como París, Abuja o Accra; Nueva York, Habana, Lerma, Puebla, Madrid o Barcelona, donde acaso todo esto habrá comenzado o donde promete una sublime continuación. 

Pues eso. Así la noche del último jueves de septiembre en el Castillo de Chapultepec, en los ojos de un simple terrícola, escritor de historias.

Twitter: @avillalva_Facebook: Alfonso Villalva P.

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