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Los recuerdos de la abuela

Superiberia

Hace 50 años murió la abuelita Flora. Realmente era mi bisabuela, pero desde que tuve uso de razón, la llamé “mamá”. Nació a finales del siglo XIX, en 1890, en un pequeño poblado de la huasteca potosina llamado Axtla. Antes de iniciar la Revolución Mexicana se casó con el bisabuelo Benigno Jonguitud y se fueron a vivir a Tampico, al sur del Estado de Tamaulipas.

En 1912 nace la abuela Luisa, pero años más tarde el matrimonio tiene dificultades, se separan, y la abuela Flora Ramírez Martínez decide avecindarse en El Higo, Ver., un hermoso poblado en las márgenes del Pánuco, donde el río sirve como límite entre Veracruz y San Luis Potosí. Allí nacen sus nietos: Gela, mi mamá, y mis tíos Gilberto y María Luisa. Desgraciadamente fallece su hija a los 29 años (1941) y la abuelita Flora se hace cargo de los tres menores. Ella los crío y les dio el amor que su hija Luisa ya no podía darles.

Esforzada luchadora, con un carácter incansable, instaló una fonda para darle de comer a los trabajadores del ingenio azucarero y poder mantener a los tres menores. Era de mano dura, pero muy comprensiva y justa, chapada a la antigua, con una autoridad que no se discutía ni se ponía en tela de juicio. Una simple mirada era una orden contundente, indiscutible, sin necesidad de gritos ni manotazos.

El recuerdo de nuestros seres queridos los hace vivir en el tiempo, los mantiene cerca, como si estuvieran vivos, vigentes, actuales. Alguna vez escribí sobre las cavilaciones de la abuela, inspirado en su grato recuerdo, los momentos que viví cerca de ella o en las historias que me contaba en el cálido refugio del hogar. Recuerdo una anécdota que nunca publiqué, como muchas otras, y que permaneció guardada en el nostálgico baúl de los recuerdos.

Cierta noche dos parroquianos tomaban el café de sobremesa después de cenar con la abuela. Los abonados platicaban varios tópicos y abordaron el tema de los panteones y el temor que inspira en la mayoría la colonia donde moran los difuntos. Uno de ellos decía que infundía temor hacer una visita nocturna a esos santos lugares y el otro alegaba que eran pamplinas, porque no pasaba absolutamente nada.

El tono de la discusión subió y mi abuela estaba interesada en saber en qué terminaría la querella. Concluyeron con una apuesta, en la que el incrédulo debía ir esa noche al panteón y traer la corona de flores que la abuela Flora le había llevado a su hija unos días antes, en las celebraciones de Todos Santos. “Doña Florita”–dijo el otro– “usted será la depositaria de la apuesta si es que hoy cierra un poco más tarde la fonda. Son las ocho y media y la noche es muy oscura. Que vaya Filemón al panteón y que traiga la corona de la tumba de su hija a más tardar a las diez de la noche, si quiere ganar la apuesta ¿Nos apoya usted?” “Claro”, dijo la abuela, como única testigo del acuerdo.

Filemón salió con paso seguro para ir al cementerio por la corona. José lo vio tan decidido que pensó que perdería la apuesta, así que le dijo a la abuela: “Doña Florita, présteme usted una sábana blanca, una escoba y ese cuerno de toro que está en la pared. En un rato le regreso todo”. José, dominando su miedo, se fue al panteón a esperar a Filemón, al que vio llegar silbando una canción y fumando un cigarrillo.

Cuando Filemón hubo llegado a la tumba de doña Luisa, se detuvo al escuchar un ruido. Esperó, y de pronto, muy cerca, creyó ver un fantasma blanco que brincaba movido por el viento emitiendo un sonido grave y prolongado. El miedo lo tomó por sorpresa y le golpeó la mente y el corazón, así que salió corriendo y no paró hasta una cantina que estaba frente al parque. Allí tomó tequila hasta emborracharse. Según se supo, no fue a trabajar el resto de la semana por sufrir de temperatura, diarrea y vómito.

Don José corrió igualmente espantado a la fonda de la abuela para suplicarle de rodillas que a nadie le contara lo sucedido. “¡Filemón me mata, Florita, me mata!”. Ni siquiera el dinero de la apuesta recogió. El dinero permaneció guardado por mucho tiempo como evidencia del suceso y el cuerno volvió al clavo que lo sostenía en la pared. En ese entonces, alguna noche de algún año de la década de los cuarenta, El Higo no tenía luz eléctrica, el panteón estaba un kilómetro fuera de la población y sus calles eran todas de terracería.

gilnieto2012@gmail.com

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