Hace unos años, le pregunté a Raúl Ortiz, uno de los más dedicados altruistas de Coahuila, cuál era entre los grupos vulnerables, el más abandonado. Sin dudarlo, me respondió que el de la tercera edad.
No creo haber dimensionado el problema, hasta que conocí en Monterrey a Juan Carlos Caballero Vega. Vivía en un modesto asilo de ancianos, auspiciado por el Club de Leones de Guadalupe, en la colonia Díaz Ordaz, al pie del cerro de La Silla. Su pobreza abrumaba. En uno de esos fríos de enero, se había empalmado de ropa raída y percudida, le hacían falta cobijas y su destartalado calentador era insuficiente para que cualquiera resistiera una helada en su cuarto de tres por dos.
Por entonces tenía problemas con la vista y había dejado de leer periódicos. Su gusto por las noticias estaba limitado a escuchar la radio y, de no ser por la comida y la atención médica que recibía en el asilo, lo más probable es que habría muerto hace mucho tiempo.
Pero en ese enero de 2008, Caballero Vega continuaba con sus rutinas envidiables: unos ocho kilómetros de caminata diaria, sentadillas y lagartijas, ejercicio de calistenia y disciplina en horas de sueño y comidas. Tenía por entonces 107 años de edad.
Lo conocí por el periodista y ex militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, Raúl Rubio Cano. La visita fue porque el anciano había sido combatiente revolucionario en la División del Norte. Participó en la incursión punitiva de Columbus en 1916 y durante dos años sirvió como chofer al general Francisco Villa.
Conservaba sus heridas de guerra: dos tiros que recibió en Columbus, a los que sobrevivió, según decía, porque todavía no le tocaba.
Se enlistó en las filas villistas cuando tenía 14 años de edad y, una vez acabada la Revolución, ésta no le hizo justicia: jamás ocupó cargos públicos ni se enriqueció al amparo del poder, como muchos combatientes revolucionarios que garantizaron el sustento en la opulencia para varias generaciones de descendientes. Pero eso no le preocupaba. Lo que molestaba a “Don Carlitos” era que la sangre derramada hubiera servido de poco.
“Estamos rumbo del carajo, no vamos nada bien. Todo por culpa de este hombre, el presidente Calderón. Estamos peor que en 1910, hace cien años la gente de alguna forma tenía para comer en el campo”.
“Hoy, eso se acabó, ya no hay campo y en las zonas urbanas hay hambre y desolación; por eso, la gente tiene que organizarse para luchar contra el mal gobierno, contra sus políticos que son unos rateros y estoy hablando de todos”, me dijo en enero pasado. Criticaba el sometimiento a las políticas estadunidenses y, especialmente, se mostraba molesto por la reforma energética impulsada por el gobierno de Felipe Calderón: “Los gringos no tienen porqué decirnos cómo debemos de organizarnos para vivir, ellos no deben de intervenir para nada en nuestra vida nacional”.
“Y luego si lo hacen ¿para qué estamos? ¿Para qué están los jóvenes? Ahora resulta que el petróleo va a ser de los gringos, que son los que mandan… Pues hay que levantarnos, protestar, pelear y si no hay quien, pues nosotros los viejos, seguro que sí. Y como decíamos en aquellos tiempos: ¡hasta el último cartucho!”.
Por iniciativa de Raúl Rubio, ante el desinterés del Gobierno de Nuevo León, que había escuchado de la aplicación del programa cubano “Operación Milagro”, con una nueva dimensión en Coahuila, hizo las gestiones con David Aguillón para conseguirle atención.
Ese extraordinario programa lo acogió de inmediato, lo valoró y le programó un tratamiento y lentes, en la clínica República de Cuba. Inclusive, Aguillón pensó en realizarle un homenaje, que coordinaría Rubio, para el cumpleaños 110 el próximo 24 de junio. Pero ahora sí le tocaba: Caballero Vega murió el pasado 30 de marzo, en el asilo donde pasó sus últimos 20 años.
El martes don Carlitos se levantó como siempre a las 5:00 de la mañana, regresó a su cuarto y ahí lo encontraron horas después, en paz, recostado en su cama, alcanzó a terminarse su café. Su velación y sepelio no tuvo las pompas oficiales. Como vivió en la pobreza, murió. Sólo sus amigos y vecinos lo acompañaron, pero eran muchos. En el ejido Las Escobas, donde fue sepultado, un nutrido grupo de niños lloraba su partida.
Me enteré por la directora del asilo que en sus caminatas vespertinas, paraba en un parque cercano y platicaba a esos niños sus anécdotas de la Revolución. Las madres estaban encantadas, por la forma en que los niños lo rodeaban y escuchaban.
La única honra por el servicio a la patria, se la hizo Raúl Rubio, al cubrir su féretro con una bandera de México. Recordé mi último encuentro con el veterano revolucionario en enero pasado, cuando me dijo:
“De nada sirvió tanto esfuerzo, tanto sacrificio de tanta gente en la Revolución Mexicana de 1910, estamos peor y por eso, hay que dar la batalla; la gente tiene que organizarse para defender sus derechos, nuestras familias, sus trabajos, su vida… si no nos defendemos, no valemos un cacahuate. Eso es lo que me mantiene en pie”, me dijo.
¿Qué dice esa historia de un país que olvida a sus viejos? Recordé las palabras de Raúl Ortiz. Descanse en paz el último Dorado.