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¡Hola Orizaba!

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En Veracruz, la reforma constitucional que dio los primeros pasos hacia la democracia participativa data de 1999 cuando, terminando el primer año de la administración presidida por Miguel Alemán Velasco, la LVIII estatal aprobó la iniciativa del Ejecutivo que abría espacio a la participación ciudadana; así la democracia participativa en el estado, empezaba apenas a procurar fines que ya son historia en otras latitudes. De acuerdo, más vale tarde que nunca. Sin embargo, el rezago no es únicamente de la formalidad legal. Sucede que más importante que esa formalidad del reconocimiento legislativo al derecho ciudadano a participar, en nuestro estado es particularmente precario el desarrollo del ciudadano como capital social. ¿Qué es el capital social?

Los expertos reconocen como capital social aquel segmento de la población que, por la vía de la formación cívica, ha logrado su empoderamiento. Es la gente que está consciente de la responsabilidad que conlleva la convivencia en colectivo. Es la gente que ha asumido las consecuencias de eso que quedó magistralmente resumido en la célebre frase de Lao Tse: “Un hombre puede decir lo que quiera, siempre y cuando no olvide que no está solo en el mundo”.

El capital social es el sustento más preciado de la democracia participativa, es la premisa y a la vez el reflejo del grado máximo de perfeccionamiento del régimen democrático. La asociación entre la abundancia de capital social y alcance democrático es íntima y directa: a mayor capital social, mayor realización de las promesas más caras del régimen democrático, y viceversa.

Pero en nuestra sociedad no podemos aún siquiera avizorar tal meta, sencillamente, no sabemos lidiar con la diferencia de opiniones, como tampoco sabemos lidiar con la diferencia étnica, social, económica, racial, de credo, de preferencia sexual o de cualquier otra índole. De este modo, nos resulta inasequible la condición sine qua non de la democracia ideal: el acuerdo respetuoso, incluyente y cordial. Para nosotros la negociación sigue siendo la pretensión del todo o nada: o conmigo con contra mí, o todos coludos o todos rabones, o somos o no somos, nada de medias tintas.

La realidad es otra, compleja, no puede reducirse a estas dicotomías excluyentes. Tenemos que aprender a negociar, a lidiar con la diferencia y aceptar nuestra pluralidad; de otro modo, pasarán otros 500 años y las cosas seguirán igual y jamás seremos felices. No es posible seguir pretendiendo, como nos acostumbró el antiguo régimen Revolucionario, al carro completo, a la planilla de unidad, al: “todos para uno y uno para todos”. Ese México que se resiste a dejar de ser nos está costando muy caro, el México del Estado corporativo, benefactor, bienhechor, todopoderoso y omnisciente, omnipresente y complaciente.

En su lugar, urge apurar la construcción del México incluyente, globalizado, local y universal al mismo tiempo; el México que responde al llamado de los tiempos, pero que tiene su propio decir a los tiempos.

Todos somos el águila y la serpiente, y la victoria de aquella no es sino el nacimiento del Quetzalcoatl, la serpiente emplumada, el barro, el hombre de carne y hueso, de pasiones y necesidades, elevado por meritorio esfuerzo propio a una naturaleza superior, etérea, capaz aún de lo Divino. En un mundo en el que se hace hegemónico un modelo que procura la desaparición de la unicidad, la autenticidad; en un mundo vuelto miniatura por el poder de las nuevas tecnologías en comunicación, que ve desaparecer día con día las peculiaridades culturales lo mismo que los límites de las identidades nacionales, para dejar en su lugar nada sino la odiosa homogeneidad del consumidor anónimo, la búsqueda no debe ser por rescatar viejas fórmulas para lograr más con menos, sino por inventar nuevas fórmulas

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